Yo, Durazno

Robert Higgs / Senior Fellow in Political Economy for the Independent Institute / Cees@cees.org.gt

Publicado: Estados Unidos, 29 de diciembre del 2023

¿Cómo es que un durazno alcanza los rincones más remotos? Robert Higgs analiza el papel crucial que juegan los empresarios en nuestra vida cotidiana. Higgs explica cómo los mercados libres incrementan nuestro bienestar.

Como parte de mi almuerzo de hoy, he disfrutado de un durazno grande, maduro, dulce y firme. “¿Y qué?”, se estarán preguntando. Pues bien, el hecho de que lo haya hecho es más sorprendente de lo que podría pensarse. Verán, vivo en el extremo de la carretera, cerca de un pueblo remoto y aislado en el extremo sureste del estado mexicano de Quintana Roo; y el durazno que me he comido se cultivó en California.

Adquirí esta fruta, como adquiero la mayor parte de las frutas, verduras y otros comestibles frescos que consumo, a Lucio, un hombre que se levanta todos los días a las 4 de la mañana y se dirige al mercado de Bacalar, un pueblo a unos 160 kilómetros de mi casa. Lucio carga su camioneta con productos frescos y otras cosas, arrastra estos productos durante dos horas y los ofrece a los que vivimos a lo largo de una carretera llena de baches en este lugar tan lejano. Las personas que le venden a él, a su vez, adquieren su inventario a otros vendedores, que forman parte de una cadena de suministro quizá larga cuyos detalles desconozco.

Solo sé que cada empresario que participa en este asombroso proceso realiza inversiones considerables y asume un riesgo sustancial con la esperanza de complacer a quienes podrían comprarle. No hay ventas aseguradas; los compradores son libres en todo momento de tomarlo o dejarlo, y dejarlo implica dejar al posible vendedor en la estacada en más de un sentido.

Puede que piense que transportar duraznos desde California, quizás desde la zona cercana a Fresno donde yo crecí en los años 50, es contrario a su concepto de ventaja comparativa, que adquirió en una clase de economía elemental en la universidad. Al fin y al cabo, Estados Unidos es un país económicamente avanzado y México un país relativamente menos desarrollado y con más mano de obra. ¿No deberían los mexicanos exportar productos agrícolas a Estados Unidos e importar bienes como maquinaria sofisticada, programas informáticos y servicios técnicamente avanzados? Pues, en una palabra, no. Al menos, no exactamente.

La ventaja comparativa es mucho más que un simple modelo ricardiano en el que Inglaterra y Portugal comercian entre sí, especializándose la primera en la producción y exportación de tejidos y la segunda en la producción y exportación de vino. Sin embargo, la idea básica sigue siendo válida, por mucho que compliquemos el ejemplo: el país cuyos productores tienen un coste de oportunidad real relativamente más bajo para producir un determinado bien saldrá ganando si lo hace, y si los comerciantes del país importan los bienes para los que sus propios productores tienen un coste de oportunidad real relativamente más alto.

Un orden complejo

En el mundo real, por supuesto, la complejidad del comercio desafía la comprensión, ya que incontables millones de bienes y servicios se producen, exportan e importan aparentemente desafiando cualquier patrón claro. Sin embargo, existe una pauta subyacente, que sigue siendo básicamente la misma que describió Ricardo hace doscientos años.

El hecho de que los gobiernos interfieran en cierta medida en el proceso comercial en todo el mundo no refuta la economía básica del comercio.

Sin embargo, debemos reconocer que lo que se comercia no son simplemente “exportaciones agrícolas de México” a cambio de “bienes y servicios tecnológicamente sofisticados de EE.UU.”, sino innumerables bienes y servicios específicos disponibles en momentos y lugares concretos.

Así, por ejemplo, puede darse el caso de que un tipo específico de “tomates” fluya de un lugar concreto de México a un lugar concreto de EEUU en un momento dado y en la dirección opuesta en otro momento. México exporta actualmente mucho petróleo, por ejemplo, pero importa muchos productos refinados del petróleo. No hay misterio aquí, sólo las glorias de los empresarios que se esfuerzan por obtener beneficios complaciendo a los consumidores al mínimo coste de oportunidad real.

Se podrían hacer afirmaciones similares para cualquier número de bienes y servicios comercializados por cualquier número de socios comerciales en lados opuestos de la frontera. El resultado de este proceso incomprensiblemente vasto y complejo es un enorme aumento del bienestar económico de la población mundial. De hecho, si este proceso se detuviera, es muy dudoso que la población actual del planeta pudiera sobrevivir.

La economía básica del comercio no refuta el hecho de que los gobiernos interfieran en el proceso comercial en todas partes del mundo hasta cierto punto. Esta interferencia, impulsada sobre todo por los buscadores de rentas nacionales que desean evitar la competencia abierta con los vendedores extranjeros, distorsiona y desalienta el proceso general, pero los beneficios del proceso comercial son tan grandes que continúa y mejora enormemente el bienestar de los consumidores en todas partes a pesar de las barreras y la interferencia depredadora que crean los gobiernos.

Ahora, mientras que Lucio me trae duraznos y muchos otros alimentos frescos tres veces por semana, de vez en cuando llega a mi puerta un joven en moto desde el pueblo cercano ofreciéndome pollo asado (sazonado deliciosamente como más les gusta a los habitantes de esta zona).

No sé si también se podría contar una historia complicada sobre este emprendedor local, cuya madre cocina el pollo y prepara los recortes en su propia cocina y los envía aún calientes con su hijo para tantear el mercado en busca de consumidores dispuestos. Sin embargo, si en el futuro escribo sobre este comercio de pesos por pollo, probablemente no me robaré el título de ese post como hice con éste del clásico ensayo de Leonard Read “Yo, lápiz”. Después de todo, no me entusiasma llamar a uno de mis posts “Yo, pollo”.