Publicado: Guatemala, 16 de diciembre del 2024
¿Estamos condenados a un futuro sin esperanza? Franco Farías explica cómo estas percepciones fatalistas podrían estar determinando un futuro más sombrío de lo necesario.
La generación Z, a la que pertenezco, se está caracterizando por un pesimismo exacerbado, que me temo puede convertirse en una profecía autocumplida.
Me parece que estas tendencias, incluso misantrópicas, han tenido como fuente dos situaciones: una que ya ocurrió y otra que es tan augurada por las personalidades de nuestro tiempo, que parece ya una realidad. Hablo del COVID-19 y el supuesto fin del mundo, a causa del cambio climático.
La primera, como un momento de oscuridad mundial, donde las personas eran enemigas unas de otras por algo que no se podía ver, pero que todos sabíamos que existía; y la segunda, como un recordatorio constante sobre que el fin de los tiempos está a la vuelta de la esquina.
Naturalmente, si el Gobierno no hubiera usado esta situación ―el COVID― para ostentar un poder absoluto como nunca antes lo había hecho, este acontecimiento no sería recordado de una forma tan traumática: hijos que no pudieron despedirse de sus padres, padres que no pudieron despedirse de sus hijos, desconfianza generalizada, miedo a salir, miedo a tocar algo que previamente haya sido tocado por otra persona… miedo, miedo a vivir fuera de casa.
Además de ello, ser bombardeados mediáticamente con que a la Tierra le quedan de quince a treinta años ―y esta fecha, convenientemente cambia conforme avanza el tiempo― no ayuda a tener una visión muy optimista de la sociedad, si se recibe esta información en la adolescencia; ahora no solo es el joven quien «adolece», sino que el mundo también lo hace, el mundo adolece, el mundo agoniza entre pestes y su aparente destrucción.
Entre otros apodos, se le ha llamado zoomer a la generación Z, una mezcla entre Z y doomer (fatalista, en inglés). Parece una cosa obvia, pero, si el mundo está condenado, no vale la pena arreglarlo, pero tampoco vale la pena hacer nada; estudiar, investigar, trabajar, ahorrar e invertir carecen de sentido si no se podrán percibir los frutos de esos esfuerzos.
Además, por obvio que parezca, cualquier pesimista hacia el futuro termina siendo culpable de que el futuro sea tan oscuro como él imaginó, pues no hizo nada para interferir en los acontecimientos que ocurrieron entre el presente y el futuro. Cuando se piensa en estos términos, las únicas opciones son terminar con todo ―se ha visto cómo los casos de depresión, así como otros padecimientos mentales, han aumentado sustancialmente en jóvenes―, o un inmediatismo absoluto, un desprecio por la planificación y toda acción que no tenga un resultado inmediato.
Desafíos que, mayoritariamente, enfrenta la generación Z, y en mayor medida que las generaciones que le anteceden, como la adicción a la gratificación instantánea, el desgano generalizado, y la dificultad de relacionarse y establecer vínculos, están todas ligadas a la aversión de los comportamientos que son de baja preferencia temporal o enfocados en el largo plazo.
Estos que he nombrado son parte de las consecuencias de una mentalidad fatalista, de una mentalidad pesimista hacia el futuro. Hoy no quiero hablar sobre cómo hacer frente a las consecuencias de esta mentalidad, sino que busco poner frente al reflector una de las ideas que contribuyen al estado actual de mi generación ―no digo, tampoco, que esta sea la única idea causante, es parte de un conjunto de ideas que aquejan a la sociedad―.
Veamos entonces lo siguiente, ¿está perdido el mundo? ¿Ya cayó en una espiral de destrucción insalvable? Y, por tanto, ¿tiene sentido ser fatalista?
Siempre que se analiza una idea hay que ver, antes que nada, qué es lo que presupone la misma. En este caso, ser fatalista implica que, respecto a una situación, no hay nada que se pueda hacer para cambiarla, o lo que se puede hacer es tan insignificante que no vale el esfuerzo. Es, hasta cierto punto, un tipo de determinismo.
Veamos ahora si esta postura es congruente con la realidad y, por tanto, es coherente actuar conforme a ella.
En primer lugar, debemos saber que nos enfrentamos a un dilema de información, pues lo que estaríamos buscando sería esa pieza de información que nos haga recuperar la esperanza, esa información que dé solución al problema aparentemente insoluble. Por tanto, para que alguien pudiera sostener una postura fatalista y que esta tenga algún sustento en la realidad, tendría que analizar toda la información que hay disponible en el mundo y juzgar que en ella no hay respuesta alguna para solucionar el curso de los acontecimientos que busca cambiar.
Aun cuando, por algún motivo, una persona lograra hacer esto, cosa que en términos prácticos es imposible, analizaría toda la información del mundo, pero en un momento determinado, esa información, cuando ha pasado tan solo una fracción de segundo, ya perdió su valor, pues la información no es constante en el tiempo. En ese caso, a lo único que se podría aspirar es a decir que, en el pasado, hubo una fracción de segundo donde no valió la pena tener esperanza.
La información sobre las acciones de las personas en el mundo, además, no es lineal ni dada: es decir, no puede esperarse que, porque una información siguiera un patrón en el pasado, lo vaya a seguir en el futuro. Por lo que no se puede usar la información del pasado para predecir el futuro. Pues la información, como no es dada, se va creando segundo a segundo, porque la información es fruto de la acción humana, y la acción es fruto de la libertad humana.
Si el ser humano no fuera libre, podría predecirse con claridad su actuar en el futuro, y si la predicción muestra que no hay esperanza, entonces no habría posibilidad de cambiar las cosas, y ser fatalista sería la postura racional. Sin embargo, como el ser humano es libre, no es posible poder predecir si habrá o no esperanza.
Teniendo esto en mente, y por poético que pueda parecer, siempre que exista la libertad existirá la esperanza. La libertad es la condición de posibilidad para la acción, y la acción es condición necesaria para el cambio. Solo pensar no cambia las cosas; plasmar el pensamiento fuera de la mente, sí.
Solo una persona que tuviera toda la información del mundo, la pasada y la futura, podría tener una postura fatalista sustentada en la realidad. Como esto es imposible, dadas las estructuras de la información, solo una persona que pretenda esto puede ser fatalista. Quien pretende tener estas capacidades, solo equiparables a las de una deidad, es, a lo menos, arrogante.
Con relación a esto, también sería arrogante tener un optimismo desbordante frente al futuro. ¿Qué postura debe tomarse entonces?
La esperanza, pero una esperanza mesiánica, una esperanza activa, donde se es consciente que uno es parte del mundo, y como tal, influye en él. No de una manera marginal, sino de una manera indeterminada. Pues no se puede saber con certeza cómo repercutirán nuestras acciones en los demás.
Si se pudieran rastrear los antecedentes de un suceso extraordinario, supongamos, la independencia de una nación, no deberíamos solo retraernos a las ideas de quiénes hicieron la independencia, sino a quiénes inspiraron ellos y quiénes los inspiraron a ellos, hasta llegar a las personas más humildes, hasta los más insospechados. Todos ellos, de cierta manera, fueron causantes de ese suceso.
Es por ello que, si uno acciona a favor de un futuro próspero, ya sea promoviendo los valores y la visión de sociedad que considera correctos, o simplemente actuando moralmente, con amor y bondad; puede quizás no ser la causa, pero sí servir de inspiración a quien sea la causa o contribuya a la solución de los problemas que nos aquejan, pero es literalmente imposible saber hasta la última consecuencia que tendrán nuestras acciones. Lo que sí se puede saber es que una acción siempre tiene consecuencias. Es por ello, por esa incertidumbre que es tan propia del futuro, que no hay motivo para perder la esperanza. Y es por lo impredecible de las consecuencias de una acción que no se deber perder jamás la oportunidad de defender lo correcto, de actuar como se debe y de ser buenos.
Incluso cuando se pierda la esperanza en todos los demás, siempre queda uno como garante de la esperanza, pues hasta una acción que consideramos la más insignificante puede ser el comienzo de una serie de acontecimientos que lleven al mundo hacia un mejor lugar, hacia una nueva libertad.