Publicado: Guatemala, 11 de febrero del 2025
¿Qué lecciones deja el cierre de Usaid? Carroll Ríos de Rodríguez analiza la efectividad que pudo tener esta organización. Rios explica cómo el altruismo gubernamental no es la solución para la pobreza global.
Donald Trump cerró abruptamente la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid). Nombró como administrador interino al secretario de Estado, Marco Rubio, despidió a aproximadamente nueve mil 710 empleados, y mandó a remover los rótulos frente a sus oficinas centrales. Explicó que el patrón de gasto de Usaid en años recientes es inexplicable. Rubio agregó que la nueva administración quiere funcionarios que laboran a favor y no en contra del interés nacional del país.
La disgustada exdirectora de Usaid, Samantha Power, publicó un artículo titulado “Yo dirigí Usaid. Matarlo es una victoria para los autócratas en todos lados”. Allí sentencia, exageradamente, que este es el más costoso error de política exterior en la historia de Estados Unidos. Piensa que Trump (a quien desprecia) ha puesto en riesgo millones de vidas y de dólares.
En tanto, en las redes sociales vemos una competencia por delatar a las personas, oenegés y naciones que recibieron fondos de Usaid, y por describir los más inverosímiles programas. Bajo el liderazgo de Power se retorció la misión original de la entidad para servir una ideología progresista, y en aras de la “diversidad” se cometieron muchos abusos que refrendan la drástica decisión de Trump, si no su método.
Pero hay que escarbar más hondo: este escándalo es una oportunidad para replantearnos el modelo de la cooperación internacional vigente desde los años 70. ¿Es conveniente fundar y mantener agencias estatales independientes? La historia nos muestra una y otra vez que cobran vida propia dichas agencias regulatorias independientes, o entidades descentralizadas autónomas, como les llamamos en Guatemala. En teoría, deben servir el interés de los gobernados, pero dado que los agentes controlan la información que trasladan a sus superiores y a los electores, pueden invertir su tiempo y trabajo en actividades que sirven sus propios intereses. Sus cúpulas gerenciales actúan con extrema discrecionalidad y logran mantener alejados de sus procesos de toma de decisión a los políticos y a los ciudadanos que pudieran jugar un papel fiscalizador. Además, tienen ingresos garantizados en la forma de asignaciones presupuestarias.
No en balde se habla de la industria de la pobreza: los burócratas de las agencias de cooperación internacional viven bien aunque los proyectos que ejecutan sean de cuestionable efectividad. El altruismo que inspira estos programas basta para silenciar las voces escépticas. En muchos casos, convierten a grupos enteros en dependientes de las ayudas que reparten, e incluso crean bolsas de pobreza. Algunas ayudas hacen más daño que bien.
Por otra parte, estas agencias independientes son instrumentos para ejercer un poder suave sobre los supuestos beneficiarios. Quienes reciben los fondos son obligados a cambiar sus valores y cultura, y a adoptar posturas ideológicas favorecidas por el donante. Ha trascendido que Usaid se inmiscuyó en la política doméstica de varios países y afectó sus procesos electorales. Muchos tecnócratas creen conocer mejor que nosotros lo que más nos conviene. Hablan de diálogo, democracia, autodeterminación y consensos, pero manipulan los procesos para imponer su criterio y sus planes. No basta con sustituir una visión progresista con una nacionalista para guiar la labor de estas agencias independientes; es mejor cerrarlas para siempre.
La cooperación social no ha sido capaz de fortalecer las instituciones democráticas ni sacar a países pobres del subdesarrollo. No hay sustituto para los mercados libres creadores de riqueza y el Estado de derecho. No solo fracasó Usaid, sino también el modelo asistencialista.