PLANIFICACIÓN VRS. MERCADO LIBRE

Henry Hazlitt / Periodista especializado en economía y negocios /

Publicado: Guatemala, Marzo 1953

¿Planificar o no planificar? En este artículo de 1953, Henry Hazlitt, periodista especializado en economía y negocios, propone que más importante que planificar o no es quién lo hace. Descubre cómo Hazlitt argumenta que cuando cada individuo es libre para planificar su vida, todos mejoramos nuestra condición.

Cuando nosotros discutimos «Planificación Económica» debemos tener absoluta claridad sobre lo que estamos hablando. La verdadera pregunta que se hace no es:

¿Planificación o no planificación? sino, ¿el plan de quién? Cada uno de nosotros en su capacidad privada está constantemente planificando para el futuro: lo que va a hacer el resto del día, el resto de la semana o en el fin de semana; lo que va a hacer este mes o el próximo año. Algunos de nosotros estamos planificando, aunque de una manera más general, para 10 ó 20 años adelante.

Estamos haciendo estos planes, tanto en nuestra capacidad de consumidores como de productores. Los empleados están planificando permanecer donde están trabajando actualmente o moverse de un empleo a otro o de una compañía a otra o de una ciudad a otra y, alguno, de una carrera a otra. Promotores están planificando permanecer en un lugar o moverse a otro, expandir o condensar sus operaciones, detener la producción de artículos cuya demanda, según ellos, disminuye, y empezar la manufactura de otros cuya demanda creen ellos que aumentará.

Ahora, las personas que se llaman a sí mismos «Planificadores Económicos» simplemente ignoran o, por implicación, niegan todo esto. Ellos hablan como si el mundo de la iniciativa privada, del mercado libre, de la oferta y la demanda y de la competencia, fuera un mundo de caos y anarquía en el cual nadie ha planificado anticipadamente o ha mirado al futuro, sino que simplemente se dejó llevar por la corriente. Una vez tuve un debate ante las cámaras de televisión con un amigo «Planificador» en una elevada posición gubernamental, que dejó entrever que sin sus predicciones económicas a manera de guía, las empresas estadounidenses estarían poco menos que «volando a ciegas». Cuando menos, «los planificadores» piensan que el mundo de la iniciativa privada es uno en el cual todo el mundo trabaja o planifica interfiriendo a otros, o hace sus planes exclusivamente en su «interés privado» y no en el «interés público». Ahora, los planificadores quieren sustituir los planes de los demás con su propio plan. Cuando menos, desean que el gobierno exponga un plan general al cual los planes de todos los individuos deben subordinarse.

INVOLUCRA COACCIÓN:

Hay un aspecto de planificar hacia el que nuestra atención debe dirigirse, y es que la planificación siempre involucra coacción, aunque esto pueda disfrazarse de varias maneras. Los planificadores gubernamentales tratarán, naturalmente, de persuadir a la gente que el plan general ha sido preparado para su bien y que las únicas personas que van a ser coercitivamente obligadas serán aquellas cuyos propios planes no son de «interés público». Los planificadores dirán, en la nueva terminología de moda, que sus planes no son «imperativos», son simplemente «indicativos». Harán una gran demostración de «democracia», «libertad», «cooperación», «no obligatoriedad», consultando a todos los grupos, trabajadores, empresarios, el gobierno, y aún representantes de los consumidores, cuando expongan el plan con sus metas y objetivos específicos. Naturalmente, si ellos pudieran realmente acertar en darle a cada quien su derecho exacto de expresar su opinión y la libertad de escoger, si a todas las personas se les permitiera seguir el plan de producción y consumo de artículos específicos y servicios que cada quien había intentado seguir o hubiera seguido, entonces todo el gran plan sería inútil, sin objeto y un completo desperdicio de energía y tiempo. El plan tendría sentido únicamente si forzara la producción y consumo de bienes diferentes en diferentes cantidades que un mercado libre proveyera. En síntesis, solamente tendría sentido si ejerciera coacción sobre alguien e introdujera cambios en la tendencia de producción y consumo.

Hay dos excusas para esta coacción. Una es que en el sistema de mercado libre se producen artículos indeseables y que sólo la planificación y dirección gubernamental pueden asegurar la producción de artículos adecuados y deseables. Ésta es la tesis popularizada por J. K. Galbraith. La otra excusa es que, dentro del sistema de mercado libre, no se producen suficientes artículos y que sólo la planificación gubernamental podría incrementar esta producción. Ésta es la tesis de los apóstoles del «Desarrollo Económico».

LOS PLANES QUINQUENALES

Veamos primero la tesis de Galbraith, aunque hay que hacer notar que esta tesis es mucho más antigua que él. Es la misma base de los planes quinquenales comunistas que han sido adoptados por un considerable número de países socialistas. Mientras estos planes pueden consistir en establecer ciertos porcentajes de aumentos de producción, su principal característica es, más bien, una completa red de objetivos específicos para industrias determinadas; por ejemplo, debe haber un 25% de aumento en la producción de cemento, un 12% de aumento en la producción de mantequilla y leche, y así sucesivamente. Siempre hay un fuerte prejuicio en estos planes, especialmente en los países comunistas, en favor de la industria pesada, porque trae consigo un aumento de poder bélico. En todos los planes, sin embargo, aun en países no comunistas, siempre hay un fuerte prejuicio en favor de la industrialización, de industria pesada en contra de agricultura, bajo la creencia que esto, necesariamente, aumenta el ingreso real de forma más rápida, y conduce hacia una mayor independencia económica. No es un accidente que estos países estén constantemente cayendo en crisis agrícolas y períodos de escasez de alimentos.

Pero los planes también reflejan el juicio moral implícito o explícito de los planificadores gubernamentales. Ellos nunca planifican para un aumento en la producción de cigarrillos, o whisky, o en realidad, para cualquier artículo llamado de lujo. Los estándares son siempre sombríos y puritanos. La palabra austeridad hace una aparición crónica. Los consumidores son informados que deben «apretarse el cinturón» por un poquito más de tiempo.

Algunas veces, cuando el último plan no ha sido demasiado desastroso, se permite un poco de aflojamiento: los consumidores pueden, tal vez, obtener unos pocos automóviles más, hospitales y parques de diversión. Pero casi nunca hay provisión para más campos de golf o pistas de boliche, por ejemplo. En general, ninguna forma de gasto es aprobada si no puede ser universalizada, o por lo menos aplicada la sector mayoritario. Y los llamados gastos de lujo son desalentados aun en aquellos llamados «Planes Indicativos», no permitiendo el acceso por los promotores de tales proyectos a los créditos bancarios o al mercado de capitales. En algún punto, la compulsión o la coacción gubernamentales entran en juego.

«LA NACIÓN NO PUEDE COSTEARLO»

Esta tendencia a desaprobar y a coaccionar puede descansar sobre varias bases. Casi todos los programas de austeridad nacen de la creencia de que es la nación y no las personas, la que no puede permitirse que se hagan gastos superfluos y de lujo; esto abarca la creencia de que si yo instalo una pista de boliche o concurro a una, estoy, en alguna forma, privando a mis conciudadanos de servicios o artículos más necesarios.

Esto sería cierto solamente suponiendo que la acción apropiada es quitarme, a través de impuestos, el llamado «sobrante» de mis ingresos y dárselo a otros en forma de dinero, artículos o servicios. Pero si se me permite retener «el sobrante» de mi ingreso y se me prohibe gastarlo en pistas de boliche o en vino y queso importado, yo lo gastaré en alguna cosa que no esté prohibida. Y así fue que cuando el programa inglés de «austeridad», después de la Segunda Guerra Mundial, impedía que un ciudadano inglés consumiera artículos suntuarios importados con base en que «la nación no podía permitirse gastar esas divisas» o «por la balanza de pagos desfavorable», los funcionarios gubernamentales sufrieron tremendo susto al saber que el dinero estaba siendo despilfarrado apostando en juegos de fútbol y carreras de perros. Y no hay ninguna razón para suponer que la «escasez de divisas» fue superada «o la balanza de pagos desfavorable» ayudaba en alguna forma mediante el programa de austeridad.

Mientras el programa de austeridad no fue reforzado con un aumento en los impuestos sobre los ingresos, probablemente impidió exportaciones potenciales tanto como importaciones potenciales; y desde el momento que fue reforzado por impuestos más altos sobre los ingresos, limitó las exportaciones al restringir y desalentar la producción.

Pero lleguemos ahora a la tesis específica de Galbraith emanando de la antiquísima sospecha burocrática sobre gastos suntuarios, de que los consumidores generalmente no saben gastar el dinero que han ganado; que ellos compran cualquier cosa que los anunciantes les dicen que compren; que los consumidores son «en pocas palabras», tontos estúpidos que desperdician crónicamente su dinero en trivialidades, cuando no en verdadera basura. Que también, la mayoría de los consumidores, si son dejados a su libre albedrío, muestran un gusto atroz y anhelan, por ejemplo, automóviles con colas ridículas.

DECISIÓN BUROCRÁTICA

La conclusión natural de todo esto, y Galbraith no vacila en exponerla, es que a los consumidores se les debe quitar la libertad de escoger y que los burócratas gubernamentales, llenos de sabiduría naturalmente, de una sabiduría muy sui generis, deben escoger por ellos lo que consuman. Los consumidores deben ser surtidos, no con los artículos o servicios que ellos quieren, sino con lo que los burócratas de exquisito gusto y cultura creen que es bueno para ellos. Y la manera de hacer esto es quitarle al público, por medio de impuestos, los ingresos que ellos estúpidamente han logrado obtener por encima de lo que se requiere para pagar sus mínimas necesidades, para que los burócratas lo gasten en la forma que estos piensan que a la gente más beneficia, como más y mejores carreteras, parques y programas de televisión, etc. Todo proporcionado, naturalmente, por el gobierno. Y aquí, Galbraith apela a una nítida maniobra de semántica. Los artículos y servicios en los cuales la gente voluntariamente gasta su propio dinero, constituyen, en su vocabulario, el «Sector Privado de la Economía», mientras que estas mismas cosas proporcionadas a ellos por el gobierno, costeadas con los ingresos que les han quitado a través de impuestos, constituyen el «Sector Público». El adjetivo «privado» lleva consigo una aureola de egoísmo, exclusivismo personal, mientras que el adjetivo «público» tiene una aureola de democrático, de compartido, de generoso, de patriótico, de espíritu de cooperación. Y como la tendencia del creciente Estado-beneficencia ha sido remover de manos privadas para tener en las propias los bienes y servicios que son considerados más esenciales y más edificantes carreteras, servicios de agua, escuelas, hospitales e investigación científica, educación, seguro de vejez y servicios médicos-, la tendencia es también cada vez más a asociar la palabra público con todo lo que es realmente necesario y laudable, dejando que el término «Sector Privado» se asocie meramente con superficialidades y deseos caprichosos que quedan para después de satisfacer lo que es realmente necesario.

Si la distinción entre los dos «Sectores» se pusiera en términos neutrales, por ejemplo, el «Sector Privado» versus el «Sector Gubernamental», la balanza no estaría tan fuertemente inclinada en favor del último. En realidad, este vocabulario más neutral incitaría en la mente del público la interrogante de si ciertas actividades ahora asumidas por el moderno Estado-Beneficencia, caen legítima o apropiadamente dentro de la esfera de acción del gobierno. Para Galbraith, el uso de la palabra «Sector Privado» o «Público» astutamente lleva la implicación que el «Sector Público» es lícitamente, no sólo lo que el Gobierno ya ha abarcado, sino mucho más. El verdadero punto de Galbraith es que el «Sector Público» sufre de escasez sacrificándose en favor de un «Sector Privado» rebosante de superficialidades y cosas inútiles.

VOLUNTARIO VRS. COERCITIVO

La verdadera distinción, usando el vocabulario apropiado, sin embargo, arrojaría una luz muy diferente en el asunto. Lo que Galbraith llama el «Sector Privado» de la economía es, en realidad, el Sector Voluntario y lo que él llama el «Sector Público», es el Sector Coercitivo. El Sector Voluntario se compone de los artículos y servicios por los cuales el consumidor voluntariamente gasta el dinero que ha ganado. El sector coercitivo se compone de los artículos y servicios que son producidos y suministrados, sin consultar para nada los deseos y los gustos de los individuos, con los fondos que les han quitado a través de impuestos. Y como este Sector vive a expensas del Sector Voluntario, venimos a dar a lo que es la esencia del Estado-Beneficencia. En esta clase de Estado, nadie paga por la educación de sus propios hijos sino que todo el mundo paga para la educación de los niños de todos. Nadie paga sus propias cuentas médicas sino que todos pagan por las de todos. Nadie ayuda a sus propios padres ancianos sino que todos ayudan a los padres ancianos de todos. Nadie prepara para la contingencia de su propio desempleo, sino que todos proveen para el desempleo, enfermedad o vejez de todos. El Estado- Beneficencia, como Bastiat lo indicó con clarividencia sobrenatural hace más de un siglo, es la gran quimera en la cual todos tratan de vivir a expensas de todos los demás.

No es sólo una quimera; tiene también que ser un fracaso. Porque este es el resultado, siempre que se separa el esfuerzo de la recompensa. Cuando a las personas que ganan más que el promedio, se les «recoge» en impuestos el «excedente» o la mayor parte del mismo, y cuando a las personas que ganan menos que el promedio, se les compense esta deficiencia, o la mayor parte de la misma, o en donaciones, beneficencia etc., la producción de todos tiene que declinar sensiblemente; porque los enérgicos y capaces pierden el incentivo a producir más que el promedio y los perezosos e ineficientes pierden cualquier incentivo para mejorar su condición.

LOS «PLANIFICADORES» DEL DESARROLLO

He dedicado tanto espacio para analizar las falacias de la escuela «Galbraith» de Economía, que me queda muy poco ya para analizar las falacias de los «planificadores» del «desarrollo» Muchas de sus falacias son las mismas, pero hay algunas diferencias importantes.

La principal diferencia es que los galbracianos creen que la economía de mercado libre produce mucho (por supuesto, mucho que no debiera producirse), mientras que los de la «Escuela del Desarrollo» creen que una economía de mercado libre no produce suficiente. No voy a ocuparme aquí de todos los errores estadísticos, lagunas y falacias en sus argumentos, porque un análisis, solamente de esto, podría ocupar un libro grueso. Quiero concentrarme en su idea de que alguna forma de dirección gubernamental o coerción puede, por medio de alguna magia extraña, aumentar la producción por encima del nivel a que se llega cuando todos gozan de libertad en economía.

Porque, para mí, es evidente que cuando la gente es libre, la producción tiende a, si no al llegar al nivel máximo, por lo menos a nivel óptimo. Esto es porque, en un sistema de mercado libre y propiedad privada, la recompensa de cada quien tiende a igualar el valor de su producción. Lo que recibe por su producción (y se le permite retener) es, en realidad, lo que esto vale en el mercado. Si quiere duplicar su ingreso en un solo año, es libre de tratar, y puede tener éxito si es capaz de doblar su producción en un solo año. Si se contenta con el ingreso que tiene o si siente que solamente puede lograr más mediante un exceso de esfuerzo o riesgo no está bajo presión de aumentar su producción. En un mercado libre, todos son libres de lograr su máxima satisfacción, consista ésta en menos esfuerzo o en mayor cantidad de bienes.

Pero, entonces, viene el «planificador de desarrollo», quien ha visto en las estadísticas (de cuya veracidad y exactitud nunca duda) que la economía ha estado desarrollando, digamos, sólo 2.8% al año. Y entonces llega a la conclusión, en un luzaso genial, que una tasa de crecimiento de 5% al año sería mejor. ¿Y cómo se propone lograr esto?

¿CUÁL TASA DE DESARROLLO?

Hay entre los planificadores del desarrollo una profunda creencia mística en el poder de las palabras. Ellos declaran que «no están satisfechos» con una tasa de desarrollo de solamente 2.8% al año; demandan una tasa de 5% al año. Y una vez que lo han decidido, actúan como si la mitad del trabajo ya hubiera sido hecho. Si ellos no asumieran esto, sería imposible explicar la profunda formalidad con la que arguyen, dentro de ellos mismos, si la tasa de desarrollo debiera ser «4 ó 5 ó 6%». Lo único en lo cual ellos siempre están de acuerdo, es que debe ser más grande que la actual, cualquiera que ésta sea. Cuando por fin han decidido sobre esta cifra mágica, entonces proceden, sea a marcar objetivos determinados para renglones específicos (y aquí están en completo acuerdo con los planes rusos de 5 años) o a anunciar una receta general para alcanzar la tasa propuesta.

Pero, ¿por qué suponen que con sólo establecer un objetivo de tasa óptima aumentará realmente la tasa de producción por encima de la actual?, y ¿cómo es que se aplica su tasa de desarrollo a cada individuo? ¿Debe obligarse al hombre que ya está ganando $50,000.00 al año a que gane $52,500 el próximo año? ¿Debe impedírsele al hombre que está ganando sólo $5,000 al año a que gane más de $5,250 el próximo año? Si no es así, qué se gana haciendo que la «tasa anual de desarrollo» sea un «objetivo gubernamental».

¿Por qué no simplemente permitir o animar a todo el mundo a que haga lo mejor que puede o a que tome sus propias decisiones y dejar que la tasa sea lo que resulte?

La manera de conseguir la máxima tasa de desarrollo económico, asumiendo que éste es nuestro objetivo, es darle máximo aliento a la producción, el empleo, el ahorro y la inversión. Y la manera de lograr esto es mantener un mercado libre y una moneda sólida. Es alentar las utilidades, que a su vez, alientan la inversión y el empleo. Es abstenerse de impuestos opresivos que merman los fondos que, de otra manera, estarían disponibles para inversiones. Es mantener libre el nivel de salarios que evita el desempleo, es permitir tasas libres de interés, que fomentan el ahorro y la inversión.

LAS POLÍTICAS EQUIVOCADAS

La manera de disminuir la tasa de «desarrollo» económico es, por supuesto, precisamente lo opuesto de lo anterior. Es desalentar la producción, el empleo, el ahorro y la inversión con intervenciones continuas, controles, amenazas y acoso; es fruncir el ceño ante la palabra utilidades, declarar que son excesivas, iniciar constantemente juicios antimonopolistas, controlar los precios por ley o con amenazas, imponer confiscatorios que desalientan nuevas inversiones y drenan las fondos que hacen posible la inversión, mantener artificialmente bajas las tasas de interés hasta el punto que no hay aliciente para las ahorros, privar a las patronas de la genuina libertad de discutir condiciones de trabajo, conceder excesivas inmunidades y privilegios a las sindicatos laborales, de modo que sus demandas sean crónicamente excesivas y crónicamente produzcan desempleo y finalmente, tratar de compensar todas estas tácticas por medio de inversión gubernamental o pública, déficit e inflación monetaria. Pero parece que lo que he descrito son, precisamente, las tácticas por las que la mayor parte de los fanáticos «planificadores» claman. Su receta para inducir el desarrollo siempre resulta ser inflación. Esto sólo conduce a una ilusión de desarrollo, que miden en sus estadísticas en términos monetarios. Lo que los «planificadores» no realizan es que la magia de la inflación es siempre una magia de corta duración y que luego se acaba. Puede funcionar temporalmente y bajo condiciones especiales cuando hace que las precios se eleven más rápido que los salarios y así restaura o expande los márgenes de utilidad-. Pero esto puede suceder solamente en las primeras etapas de una inflación que no se espera que continúe. Y puede suceder que, aun en esos casos, solamente por la aquiescencia o pasividad temporal de los líderes sindicales. Las consecuencias de este paraíso, a corto plazo, son malas inversiones, desperdicio, un morboso deseo de redistribuir riqueza e ingresos, especulación y juego, inmoralidad y corrupción, resentimiento social, descontento, desilusión, aumento en los controles gubernamentales y un colapso eventual. La euforia de este año se convierte en el malestar del próximo año. El desarrollo sólido y a largo plazo sufre retraso.

A PESAR DE EL PLAN

Antes de terminar, me gustaría dar cuenta de, por lo menos, un argumento estadístico en favor de la planificación gubernamental. Este argumento es que la planificación ha tenido realmente éxito en promover el desarrollo y que esto puede ser demostrado estadísticamente. Como respuesta, me gustaría transcribir parte de un artículo sobre planificación económica que aparece en el número de enero de 1962 del «Survey», publicado por Morgan Guarantee Trust Company de New York: «Realmente, no hay manera de saber hasta qué grado la impresionante tasa anual de desarrollo de 4.5% de Francia, la última década, se deba a los planes, otros factores afectan favorablemente el desarrollo: un relativamente bajo nivel al comienzo, debido a la destrucción, durante la guerra; los fondos del Plan Marshall en los primeros años; posteriormente, amplia fuerza laboral restada de la agricultura y de industrias ineficientes y anticuadas; más recientemente, el fortalecedor aire de la competencia extranjera propiciado por la liberación de las restricciones a las importaciones; el dinamismo general del mercado común; el surgimiento del consumidor como fuente de demanda. Y el hecho de que Francia hoy tiene un alto grado de estabilidad y una moneda sólida, junto con una alta tasa de desarrollo, se debe, principalmente, a la aplicación de una severa disciplina fiscal después de la devaluación en los últimos meses de 1958. Que un «plan» sea llevado a cabo no prueba que los mismos o mejores resultados no se pudieron haber obtenido con un grado menor de dirigismo estatal. Cualquier juicio de causa o efecto, por supuesto, debe también considerar los casos de Alemania occidental e Italia, que han logrado grandes tasas de «desarrollo» sin planificación estatal de la economía.

En síntesis, las estimaciones estadísticas de tasas de desarrollo, aunque pudieran aceptarse como llenas de sentido y exactas, son el resultado de tantos factores que nunca es posible aplicarlas, con confianza, a una sola causa. En última instancia, nosotros tenemos que recurrir a una conclusión a priori, pero una conclusión que es confirmada por todo el campo de la experiencia humana: que cuando cada uno de nosotros es libre para planificar y trabajar su propio destino económico dentro de la economía de mercado, la institución de la propiedad privada y el imperio general de la ley, todos mejoraremos nuestra condición económica mucho más rápido que cuando nos están dirigiendo los burócratas.