Publicado: Guatemala, enero de 1979
¿Es posible imponer el bien común? Manuel F. Ayau analiza cómo el uso de la fuerza para alcanzar los llamados objetivos colectivos pone en riesgo los derechos individuales fundamentales.
Es curioso el hecho de que los más vociferantes en contra de la violencia son al mismo tiempo las personas más intolerantes y las que más abogan por la violencia misma.
El aparente contrasentido se observa en innumerables casos y es característico de la mayoría de sus propuestas. Posiblemente lo que sucede es que no se han dado cuenta de su inconsecuencia, ni de su fomento de la violencia, porque son personas que ingenuamente creen que las buenas intenciones bastan.
Vamos a ver algunos ejemplos en seguida, pero antes puntualicemos algunas características de las posturas de estas buenas personas.
En primer lugar, es característica común que la solución que proponen para cualquier tipo de problema, es de tipo obligatorio: Requiere una disposición legal para que el gobierno obligue a las personas a actuar en forma diferente a lo que libremente harían. En forma «conveniente», según ellos.
Nótese que para lograrlo es necesario el uso de la fuerza pública, del aparato coercitivo del estado, el cual existe precisamente para obligar a la gente a cumplir la ley, sea ésta buena o mala. Lo importante es reconocer que toda ley funciona porque detrás está la amenaza del uso de la fuerza para garantizar su cumplimiento. No existen leyes de cumplimiento voluntario.
Otra característica es que dan por sentado que la única manera de hacer las cosas es como ellos creen que deben hacerse, y que quienes no están de acuerdo, no aceptan el «diálogo». Se «dialoga» con quien no está de acuerdo y si no logran persuadirlo le califican de intransigente o radical. Siempre le llaman a sus propuestas, «conciliatorias., el camino «centrista», la «tercera solución», o la solución «moderada». La izquierda no tolera la heterogeneidad. Es intrínseco a sus propuestas y condición necesaria para la implantación de sus ideas, homogeneizar el pensamiento y a las personas. Y es necesariamente así porque si sus planteamientos permitiesen que las personas escogiesen sus propias finalidades y medios dentro de los limites impuestos por los derechos individuales no habría necesidad de pasar leyes para obligar a la gente a actuar como actuarían libremente de todos modos. Sería totalmente inocuo. Pero para lograr el comportamiento homogéneo que desean es necesario utilizar el poder coercitivo del estado: la fuerza pública.
No podemos escapar del hecho que existen solamente dos métodos para causar que la gente actúe como uno quiere. Se les puede persuadir, o bien, obligar por la fuerza. Y precisamente son aquellos que fracasan o no desean intentar el método persuasivo quienes cómodamente proponen la coerción legal para que otros actúen como lo quiere el proponente.
Ellos no tratan de justificar el régimen de legalidad para circunscribir los actos de los hombres a actos pacíficos y respetuosos de los derechos individuales, compatibles con la «vida en sociedad.. Ellos tratan de la ley impida ciertos actos aunque sean pacíficos y respetuosos, pero cuyos resultados ellos juzgan «inconvenientes». Tratan de que la ley logre resultados que ellos desean y consideran buenos, pero que son diferentes a los que resultarían si se dejara a las personas actuar pacífica pero libremente.
Este proceder, considerado en abstracto, sin duda será condenado por todos, pues ¿ quién está de acuerdo en que alguien o algunos utilicen el poder del estado para suprimir los derechos individuales de las personas, por razones que arbitrariamente se consideran inconvenientes? Utilicemos ahora ejemplos concretos para ilustrar el asunto.
¿Tiene o no tiene la persona libertad para dedicar su tiempo a educar a otras personas que le quieran pagar lo que mutua y libremente aceptan?
Si una persona tiene derecho a ellos, constituye una violación a los derechos de los humanos el prohibirlo, el privarlo de ese derecho.
Invirtamos la pregunta: ¿Tiene derecho un padre de contratar libremente a los tutores de sus hijos? Si lo tiene ¿Tiene la «sociedad» derecho a utilizar la fuerza pública para impedírselo? ¿Tiene «la sociedad» derecho a intervenir en la libre contratación entre dos adultos particulares a través de sus policías, para que no puedan intercambiar el fruto de su trabajo, pacíficamente, el padre y el profesor? ¿Es el gobierno tutor obligado del ciudadano en una sociedad que se considera libre, o es su servidor?
Sin duda, a algunos padres de familia la demagogia de nuestros tiempos les ha hecho creer en la educación «gratuita»o barata.
Increíblemente se ha logrado hacer creer a la gente que si hay cosas gratis: Que si el gobierno lo paga, que no cuesta nada o que si el gobierno pone precio tope a la educación, todo seguirá igual, en cuanto a la cantidad y/o la calidad de la docencia, con la ventaja para el usuario de que resulta más económico.
Y claro que al usuario le resulta más económico. Pero eso no quiere decir que el servicio sea más barato: Todo lo que el gobierno paga lo paga con dinero que le cobra en impuestos a los ciudadanos, y cuando un usuario propone que el gobierno intervenga para que a él le salga más barato, lógico es que piense que no será él mismo, sino algún otro, el que paga el impuesto. Inténtese así vivir de otros, parasitariamente, o como se llama elegantemente en las cuentas nacionales, a base de «transferencias». Es decir, transferir por la fuerza el costo a otro que no se beneficie de la compra.
Y en cuanto a la calidad de la educación en relación a su costo, existen heterogéneas opiniones entre los padres: algunos creen que si no se paga bien a los profesores, la educación de sus hijos será de menor o mala calidad, y otros creen que será igual. Todos tienen derecho a sus opiniones, aunque sean «minoritarias».
Seguramente quienes desean conservar su libertad de contratar la educación de sus hijos no se opondría si existe un sector de escuelas con cuota controlada, el cual ellos se pueden abstener de utilizar. Pero, ante la imposibilidad de que existan simultáneamente un sector educativo libre y uno controlado, los que desean transferir el costo de la educación de sus hijos a otros, o que no creen que la calidad docente bajará, solicitan el uso del poder coercitivo del gobierno, para quitarles la libertad a los primeros.
Es decir, quieren imponer por la fuerza que prevalezca su criterio y solamente su criterio: Los que desean libertad serán sacrificados.
La generalidad de los hombres creen que tienen derecho a hacer todo lo que no haga daño a otros. Por eso es natural que se considere injustamente tratado y privado de sus derechos individuales, aquel que se siente explotado y obligado a vivir, producir, contratar e intercambiar en forma coercitiva, impuesta por otros, a través de utilizar el sistema de legalizar la violencia.
«El estado se ha convertido», como lo anticipó Federico Bastiat hace más de cien años, «en el instrumento a través del cual todos tratan de vivir a expensas de los demás», y el socialista, el social demócrata y todos los partidarios de que la «sociedad» resuelva los problemas, invariablemente proponen que se eliminen los derechos humanos de «algunos humanos» para que a otros les salga más barata la educación, la camioneta o su vivienda. Nunca tienen otro tipo de solución. Nunca tienen soluciones pacíficas. Recordemos que los derechos humanos de los que tanto se habla hoy día, se consideran derechos precisamente porque limitan el poder del gobierno: no provienen del gobierno. Son superiores al gobierno. Y el legalizar la destrucción de los derechos individuales es la forma que los socialistas invariablemente escogen para lograr sus objetivos: la homogeneización de la sociedad de acuerdo con su particular imagen, por medio de la violencia.