La Intolerancia es la Causa de la Violencia

Manuel F. Ayau / Fundador del Centro de Estudios Económico-Sociales -CEES- / Cees@cees.org.gt

Publicado: Guatemala, 4 de diciembre del 2024

¿Cuándo dejaremos a la gente en paz? Manuel F. Ayau explica cómo las políticas coercitivas no solo violan derechos fundamentales, sino que también perpetúan el atraso económico y social.

Sucede frecuentemente que la gente más intolerante es la que más reclama paz, pluralismo y diálogo, y hasta aparenta reclamar exclusividad de las virtudes y de la sensibilidad social. Generalmente no conceden buenas intenciones a los que no están de acuerdo con ellos. El colmo es que muchos de los que apasionadamente reclaman pluralismo son los que más utilizan epítetos y etiquetas para sus opositores ideológicos.

El respeto al derecho ajeno es y ha sido reconocido por muchos siglos como la causa de la paz. Pero muchos de los más vehementes partidarios de la paz no están de acuerdo en respetar ni la opinión ni los derechos de los demás, salvo cuando están de acuerdo con ellos.

Quienes defendemos la libertad con intransigencia somos algunas veces llamados extremistas. Pero solamente cuando intransigentemente se defiende la libertad puede haber paz y diálogo, porque precisamente abogar por la libertad es abogar por respetar los derechos individuales de cada quien, y restringir la libertad significa dejar de respetar el derecho de los demás.

Por supuesto que para restringir la libertad hay que utilizar la fuerza, legal o ilegalmente. Generalmente quienes desean restringir la libertad de otros creen que si legalizan la restricción la convierten en moral y que por el hecho de estar legalizada ya no constituye violación. Ello, a pesar del frecuente ejemplo de leyes que violan derechos.

La intolerancia no siempre ocurre por malas intenciones o por maldad. Quizá es más frecuente en personas de buena voluntad e, históricamente, el fanatismo religioso de personas buenas ha sido flagrante ejemplo de intolerancia y destrucción de la libertad.

Se argumenta que no puede haber libertad absoluta, como si con ello ya se pueden excusar y justificar la violación de los derechos individuales. Pero acaso ¿ha defendido alguien la libertad absoluta? ¿Acaso puede darse libertad absoluta?

No es aquí el lugar para extenderse sobre los límites de la libertad. Pero siendo la libertad un concepto social que sólo puede existir si es común a todos, obviamente el límite de la libertad de una persona es la libertad de los demás. ¡Cuando se habla de la libertad de disponer de lo propio, obviamente no quiere decir disponer de lo ajeno!

Parecería pueril redundancia pero quizá no lo es explicar que si las personas son libres de disponer de su casa, ello no incluye la libertad de disponer de la casa del vecino, porque entonces el vecino ya no es libre.

Si cada persona es libre de hacer cualquier cosa con el único límite de que respete el derecho ajeno, es decir, si todos los actos son tolerantes de los derechos ajenos, habrá paz.

Pero si alguien se entromete e insiste en que los demás dispongan de sus personas y de sus cosas, como él cree que conviene y no como ellos pacíficamente prefieren, no habrá paz. No puede haber paz ante semejante intolerancia; y, si como estrategia, los enemigos de la paz logran desacreditar la libertad con los sofismas tradicionales, estaremos muy lejos de encontrar la paz.

Si la «amplitud de mente», la «sensibilidad social», la «compasión por el pobre», etc, no son más que máscaras de la intolerancia de la libertad de otros, los conflictos resultantes continuarán impidiendo la paz y el progreso.

Nótese que la violación del derecho se hace por «interés social» o el «bien común». Así fue el Nazismo y todos los sistemas dictatoriales del mundo. Siempre se encuentran razones de «conveniencia social» para impedir a las personas ejercer sus derechos.

Nadie discute que el interés social debe prevalecer sobre el interés individual. Pero no sobre el derecho individual, porque sin respeto a los derechos individuales la sociedad se torna arbitraria, totalitaria; se torna en un rebaño oprimido que ya ni merece el nombre de sociedad.

Es de sumo interés social que el derecho individual cubre prioridad sobre lo que algunas personas consideren ser, por el momento, el «interés» social. Es sumamente peligroso que se le dé a persona alguna el poder de decidir cuando el interés social debe prevalecer sobre el derecho individual. Sobre todo porque quien pretenda poder tomar esa decisión está, de antemano, descalificado por semejante injustificada pretensión intelectual.

Todos quieren que la situación se arregle. Que deje de bajar el nivel de vida. Que haya empleo. Que el sistema fiscal no sea tan deleznable. Que abunden divisas. Que fluya el petróleo. Que venga el turismo. Que la energía eléctrica sea más accesible.

En pocas palabras, todos sin excluir a nadie desean prosperidad pacífica. Si progresar es lo que todos quieren, ¿no es entonces extraño que no se logre? ¿O es que el regreso económico sucede porque algunos lo desean?

Si existe virtual unanimidad en que la meta es la prosperidad pacífica, ¿por qué hay regreso y no progreso económico en una época como la actual, en que la mini-crisis mundial pasó hace dos años, cuando el precio del petróleo va para abajo, cuando con excepción del azúcar los precios de nuestros productos de exportación no están malos?

No se le puede seguir echando la culpa a los pícaros, o a las multinacionales, o a los marcianos.

Las estadísticas algo nos dicen del regreso económico. Los ricos lo lamentan y los pobres lo sufren verdaderamente.

La mayoría de la crítica que se escucha tampoco es causa de optimismo. Con contadas excepciones, los críticos recomiendan la mismísima política pero «mejor manejada». Según ellos, el sistema es bueno, pero los encargados son incompetentes.

Los críticos también están proponiendo mejorar el «modelo», copiar el «modelo» coreano, con algo del «modelo» japonés, moderado con algo del «modelo» turco, un granito de cogestión alemana, dos cucharaditas de cooperativismo, tres onzas de proteccionismo (sólo lo necesario), y sazonado con algunas ideas criollas.

Ello tiene la «ventaja» de ser, primero, sofisticado. En el lenguaje de hoy, ello quiere decir que no es sencillo. Y que, por tanto, dejémoslo a los «expertos». También tiene la ventaja que reduce el argumento a discutir las diversas dosis de cada modelo y no permite que se vea lo absurdo del procedimiento. Tiene la ventaja de que es difícil ponerle etiqueta, porque las tiene todas ya. Y tiene la ventaja de la indefinición que permite cualquier salida.

Lo que no tiene ningún «modelo» es respeto a la dignidad humana, a la libertad de las personas. Todo «modelo» es el invento de alguien para imponerlo como sustituto a dejar a la gente en paz, en libertad.

Por esa razón es que todos los «modelos» tienen algo de totalitario. Quien lo ha inventado tendrá que aceptar el evidente hecho de que, o deja a la gente en paz, o tendrá que imponerlo por la fuerza, privando a la gente de su libertad.

Claro que tendrá que disfrazar esa imposición, y sin duda la justificará aduciendo que el interés general priva sobre el particular. Así es como se ha justificado el genocidio, la esclavitud, masacres, etc. Y por supuesto que todas las medidas tendrán nombres constructivos, contrarios a sus efectos.

A la medida que fomenta la fuga de capital se le llamará «control de cambios».

A la que fomenta el desempleo, «salarios mínimos».

A la que acaba con la producción de lo más necesario, «control de precios».

A las que impiden el enriquecimiento del país, «redistribución de riqueza».

A las que encarecen el turismo, «fomento» del mismo. A las medidas que impiden el ensanchamiento del mercado interno para que justifique una industrialización real, se les llama «fomento» o «protección» industrial.

Por supuesto que todas esas medidas tienen en común un factor: el uso del poder coercitivo del estado para violar los derechos individuales (humanos). Se basan en las equivocadas convicciones de que si se deja a la gente «en paz, habrá caos, y de que tiene prioridad el progreso sobre los derechos humanos».

Lo dicho es considerado por quienes más disfrutan hoy del sistema, como algo radical. Y por supuesto que lo es. Lo que hoy día es considerado «moderado», no se necesita ser sabio para ver a dónde apunta: al caos, a la miseria.

Cambiemos las etiquetas: a la libertad llamémosle moderación y a la imposición de modelos, extremismo y radicalismo. ¡Dejemos a la gente en paz¡

Ya hoy día, poco a poco, los problemas se van resolviendo en la medida que se evaden las leyes. Llegan a extenderse lo que se ha dado en llamar economía subterránea o mercados negros, que no es más que la liberación de la gente (ilegalmente) por instinto de conservación. Los gobiernos se hacen de la vista gorda porque si imponen el régimen de legalidad existente (no de derecho) hasta los pacientes de los hospitales se quedarían sin medicinas vitales.

Se provocaría una desesperada rebelión si se pretendiera que las leyes se respetaran y desapareciera el mercado negro de divisas.

¿Por qué no probamos dejar a la gente en paz y que el gobierno se dedique, principalmente, a proteger la vida, la libertad y la propiedad de los ciudadanos? Esa tarea del gobierno resulta hoy ser la más descuidada: el mayor esfuerzo del gobierno está hoy en intentar infructuosamente resolver problemas económicos, con el resultado que solamente estorba, cuando no impide, a los ciudadanos que ellos lo resuelvan por sí mismos.

Dejar a la gente en paz no es imponer un modelo. Es protegerles su libertad, protección que desde luego se basa en el uso de la fuerza pública.

Pero una cosa es usar la fuerza para que la gente pueda hacer lo que quiera con su persona y con lo que es suyo, (siempre que respete lo que es de otros y a las otras personas) y otra cosa es impedirle que haga lo que libremente escogería hacer, u obligarlo a que haga lo que libremente no hubiese escogido hacer.

Dejar a la gente en paz es la ausencia del modelo.

Una cosa es usar la fuerza pública para garantizar la libertad y otra para imponer un modelo.

Con mucho sacrificio la gente que sobrevive va resolviendo sus problemas.

¿Por qué acorralarlos para que solamente los puedan resolver recurriendo a la ilegalidad o a la corrupción?

No hay que temer el cambio que va hacia la libertad de la gente.

La gente talentosa del país también podría vivir con otras reglas del juego. A veces tiene temor del cambio, porque no está segura de que sus conocimientos serían tan valiosos en otros sistemas. La tentación a defender el sistema en el que se ha tenido éxito es muy grande, pero más por comodidad que por incompetencia. Al verdadero hombre de empresa también le atraen y excitan los retos de lo desconocido y le gusta la libertad.

Sin embargo, desconfía de la sociedad libre, porque está acostumbrado a un ordenamiento deliberado, diseñado, jerárquico, impuesto, con clara delimitación de funciones dentro de la organización típicamente empresarial o militar.

La sociedad libre, por definición, no la organiza nadie. Tiene sus mecanismos que la coordinan; sus premios, sus incentivos, y sus castigos; sus constreñimientos. Pero todo ello no es impuesto por la fuerza, sino por la voluntad de todos los participantes, que en el ejercicio de su libertad, producen, intercambian y consumen, guiados por sus propios valores y circunstancias y las de los demás.

Lo único que es impuesto por la fuerza es el respeto a la vida y bienes de cada quien, ardua tarea que se descuida a cambio de atender frivolidades de gobiernos que se convierten en comerciantes, transportistas, promotores de arte, petroleros, etc.

¿Cuándo estaremos anuentes a dejar a la gente en paz para que resuelva sus problemas?

¡Que el gobierno Legislativo, Ejecutivo y Judicial se dedique a hacer valer normas de conducta justa, y los ciudadanos, confiados en que el gobierno protegerá sus derechos, concentren sus esfuerzos, no en evadir obstáculos artificiales, sino en enriquecer sus hogares!

¿Cuándo dejaremos a la gente en paz?