Publicado: New Individualist Review (Verano, 1961)
El Sector Privado y el Sector Público de la Economía
La distinción entre el sector de las actividades económicas que está regido por el mercado y la libre iniciativa individual y el sector que está sometido a la dirección y control del Estado, se ha generalizado en la literatura económico-estadística y en la propia terminología popular bajo las denominaciones de «sector privado» y «sector público» de la economía.
Ahora bien, la ignorancia de los problemas económicos o la vigencia de prejuicios emocionales, conduce frecuentemente a tergiversar la recta interpretación de ambos conceptos. Así, se tiende a ensalzar al sector público, considerando que sus actuaciones se basan en la defensa de los intereses generales. Y se tiende, por el contrario, a menospreciar el sector privado, imaginando que es aquel en el cual se anteponen los apetitos individuales a los intereses supremos de la sociedad.
Aun muchos que, por obvia evidencia lógica y por amarga experiencia histórica, rechazan las soluciones simplistas del colectivismo, propenden a considerar el sector privado como una esfera de la cual no se puede infortunadamente prescindir, pero que debe contemplarse con recelosa desconfianza y que no puede aceptarse con la decidida aprobación con que se enfocan las actividades del sector público.
Si queremos entender cabalmente la realidad económica, es preciso superar esas ingenuas actitudes emocionales.
El sector privado, en efecto, no responde en modo alguno, a los intereses de individuos, clases o grupos minoritarios más o menos importantes o respetables. Es el que responde, por el contrario, a los fines e intereses de todos los miembros de la sociedad, los cuales, en cuanto productores, aportan libremente su trabajo y sus recursos a la obtención del producto social y, en cuanto consumidores, adquieren libremente con sus ingresos una parte de los bienes que integran el producto social. Es privado porque se basa en la energía, la responsabilidad y el destino individual de todos y cada uno de los hombres que integran la comunidad. Y es privado, porque no se organiza en virtud de decisiones coercitivas del Estado, sino por la libre decisión particular de los distintos individuos y empresas, que, guiados por el mecanismo de los precios, producen las mercancías y los servicios que los mismos individuos demandan para la satisfacción de sus necesidades. Constituye, en tal sentido, expresión del único sistema capaz de organizar, en una sociedad de hombres libres de acuerdo con el interés general, los recursos productivos de la comunidad.
Por su parte, el sector público no sólo se nutre de lo que extrae coercitivamente a los individuos para satisfacer fines económicos muy especiales, sino que, en su propia esfera de acción está inevitablemente obligado a basar sus actividades económicas en decisiones de carácter político y en métodos burocráticos de ejecución.
En tal sentido, si en el llamado sector privado se producen, por ejemplo, bienes o servicios innecesarios o inútiles, esto es, bienes que no responden a un aprovechamiento de los recursos productivos, ajustado a los intereses generales de la comunidad, los mecanismos correctivos del mercado desplazarán automáticamente, a través de pérdidas materiales, a los individuos o empresas que malgastan así los recursos escasos disponibles.
No significa eso que en el sector privado no encontremos injusticias e imperfecciones, pero son las injusticias e imperfecciones inherentes a todas las actuaciones humanas, que sólo se corrigen mediante la educación moral e intelectual de los hombres, el mejoramiento de las instituciones y el incremento progresivo del producto social.
No significa tampoco que el sector público no tenga misiones fundamentales en el mundo económico-social. En el editorial del presente número se formula, a tal respecto, un análisis general de las funciones del Estado en la economía de los pueblos. Allí se expone que el Estado tiene la trascendental función de establecer el cuadro institucional que asegure un orden de paz, de cooperación y de progreso entre los hombres; y que sin él no es concebible el funcionamiento adecuado de la economía social. Mas, asimismo se señala que esas funciones sólo serán efectivas si se integran en los mecanismos económicos que condicionan, en el seno general de la comunidad, esto es, en el llamado sector privado, el bienestar de las sociedades humanas.
En un ambiente deformado por erróneas concepciones populares, ORIENTACIÓN ECONÓMICA ha juzgado instructivo publicar el agudo trabajo del economista estadounidense Murray N. Rothbard, en el cual se analizan con penetrante rigor crítico las falacias y confusiones que giran en torno al sector público.
Los planteamientos mordaces y a veces sorprendentes de Rothbard han de servir para revisar muchos de esos errores y para reducir a sus verdaderas dimensiones la significación económica efectiva del sector público y del sector privado en la economía social.
Si, por el contrario, en virtud de erróneas decisiones políticas o de ineficiente gestión burocrática, se malgastan recursos en el sector público, mediante la organización de servicios inútiles o indebidamente costosos, esa situación puede prolongarse indefinidamente a expensas del bienestar de todos, sin otra sanción que la enojosa y difícil posibilidad de responsabilidades penales o administrativas.
La Falacia del “Sector Público”
Se habla mucho, en los tiempos actuales, acerca del «sector público» y abundan en el país solemnes discusiones sobre si debe o no incrementarse este sector a costa del «sector privado». La propia terminología empleada transpira aires de ciencia pura. Brota, efectivamente, del mundo supuestamente científico y plagado de imperfecciones que gira en torno a la «estadística del ingreso nacional». Pero el concepto es difícilmente wertfrei. De hecho, está cargado de graves y objetables implicaciones.
En primer lugar, podemos preguntar: ¿«sector público» de qué? De algo llamado «producto nacional». Obsérvese, sin embargo, que ese planteamiento encubre el supuesto de que el producto nacional es una especie de tarta, que se compone de varios «sectores», y que esos sectores, tanto el público como el privado, se agregan para integrar el producto total de la economía. De esta manera se introduce subrepticiamente en el análisis el supuesto de que los sectores público y privado son igualmente productivos e importantes y tienen características equivalentes, por lo cual, «nuestra» decisión sobre las proporciones relativas del sector público y del sector privado es tan inocua como la decisión del individuo que elige entre comer helados o pasteles. Se considera así al Estado como una amable agencia de servicios, algo parecido a la tienda de la esquina, o más bien al pabellón vecino donde «nos» reunimos para decidir en común cuántas cosas debe llevar a cabo «nuestro gobierno» en sustitución o en beneficio de nosotros. Incluso, aquellos economistas neoclásicos que propugnan la economía de mercado y la sociedad libre, contemplan a menudo al Estado como un órgano de prestación de servicios, generalmente ineficiente, pero no obstante amable y paternal, que registra mecánicamente «nuestras» valoraciones y decisiones.
No parece difícil que tanto los profesionales como los profanos percibiesen el hecho de que el gobierno no es algo parecido a los rotarios; que difiere profundamente de todos los demás órganos e instituciones sociales; que se caracteriza, en síntesis, porque vive y adquiere sus ingresos por la coerción y no por el pago voluntario. El extinto Joseph Schumpeter no ha sido nunca más sagaz que cuando escribió: «La teoría que construye los impuestos como equivalentes a las cuotas de un club o a la adquisición de los servicios de, digamos, un médico, prueba solamente lo distante que se encuentra esta parte de las ciencias sociales de criterios científicos rigurosos» (1).
Dejando a un lado el sector público, ¿qué es lo que constituye la productividad del «sector privado» de la economía? La productividad del sector privado no se origina en el hecho de que los hombres se mueven activamente haciendo alguna cosa, cualquiera que ella sea, con sus recursos. Consiste en el hecho de que usan esos recursos para satisfacer las necesidades y los deseos de los consumidores. Los empresarios y los demás productores dedican sus energías, en el mercado libre, a producir aquellos productos que serán mejor pagados por los consumidores, y la venta de esos productos «mide», en consecuencia, aproximadamente la importancia que les atribuyen los consumidores Si millones de hombres destinasen sus energías a producir coches de caballos, no podrían, en los tiempos actuales, venderlos y, por lo tanto, la productividad de su esfuerzo sería virtualmente nula. De otro lado, si los consumidores gastan unos cuantos millones de dólares en un año determinado en el producto «X», los estadísticos pueden, razonablemente, estimar que esos millones constituyen la productividad que corresponde en ese año a la producción de X en el «sector privado» de la economía.
Una de las más importantes características de nuestros recursos económicos es su escasez. La tierra, el trabajo y los bienes capital son todos factores escasos y pueden ser todos destinados a usos diversos. El mercado libre los usa «productivamente» porque los productores son inducidos, en el mercado, a producir lo que más desean los consumidores: automóviles, por ejemplo, en lugar de coches de caballos. Por lo tanto, aunque las estadísticas del producto total del sector privado parecen consistir en una mera adición de magnitudes, o en un mero agregado de unidades de producto, las medidas del producto suponen realmente la importante decisión cualitativa de considerar solamente como «producto» aquello que los consumidores están dispuestos a comprar. Un millón de automóviles vendidos en el mercado son productivos porque los consumidores lo consideran así. Un millón de coches de caballos, que resultasen invendibles, no se hubieran considerado «producto» porque hubieran sido desechados por los consumidores.
Imaginemos ahora que en ese mundo idílico del cambio libre penetra la mano del gobierno. El gobierno decide suprimir enteramente los automóviles por alguna razón que él estima valedera (quizá porque los adornos espectaculares de la carrocería ofenden la sensibilidad estética de los gobernantes) y obliga a las fábricas de automóviles a producir una cantidad equivalente de coches de caballos. Bajo ese régimen hipotético, los consumidores estarían en cierto modo obligados a comprar los coches de caballos, ya que los automóviles estarían prohibidos. Es, sin embargo, evidente que, en este caso, el estadístico actuaría ciegamente si contabilizase alegre y simplemente los coches de caballos como si fuesen tan «productivos» como los automóviles. Considerarlos igualmente productivos sería una burla. No obstante, en las mencionadas condiciones, el «producto nacional» total no registraría ninguna disminución estadística, a pesar de que, en realidad, habría sufrido una drástica baja.
El ensalzado «sector público» plantea situaciones que son incluso peores que la de los coches de caballos de nuestro ejemplo hipotético. Pues la mayor parte de los recursos consumidos por las fauces gubernamentales no han sido nunca vistos, y menos usados por los consumidores, quienes podían, al menos, montar en los coches de caballos. En el sector privado, la productividad de una empresa se mide por la cuantía de lo que gastan voluntariamente los consumidores en sus productos. Pero en el sector público, la «productividad» del gobierno se mide -mirabile dictu- por la cuantía de lo que el propio gobierno gasta. En las primeras construcciones de la estadística del ingreso nacional, los estadísticos confrontaron el hecho de que las actividades del gobierno, a diferencia de lo que ocurre con los individuos y con las empresas, no podían estimarse por los pagos voluntarios del público, porque tales pagos eran imperceptibles o inexistentes.
Presumiendo, sin prueba alguna, que el gobierno debe ser tan productivo como cualquier otra entidad, determinaron utilizar sus gastos como medida de su productividad. De esta manera, no sólo resultan los gastos gubernamentales tan útiles como los privados, sino que todo lo que el gobierno requiere para incrementar su «productividad» es aumentar su burocracia. ¡La contratación de más burócratas es la manera de ver ascender la productividad del sector público! Ello es, ciertamente, una modalidad fácil y feliz de magia social para nuestros deslumbrados ciudadanos.
La verdad es exactamente contraria a las suposiciones populares. Bien lejos de agregar satisfacciones al sector privado, el sector público sólo puede mantenerse a costa de él. Vive por necesidad parasitariamente de la economía privada. Ello significa que los recursos productivos de la sociedad, en lugar de destinarse a satisfacer las necesidades de los consumidores, se desplazan, por métodos coercitivos, de esas necesidades y deseos. Los fines de los consumidores son deliberadamente frustrados y los recursos de la economía desviados de ellos hacia las actividades deseadas por los políticos y la burocracia parasitaria. En muchos casos, los consumidores privados no obtienen absolutamente nada, excepto quizás la propaganda que se les transmite a sus propias expensas. En otros casos, los consumidores reciben algo que ocupa un rango muy inferior en su escala de preferencias, como ocurre con los coches de caballos de nuestro ejemplo. En cualquier caso, resulta evidente que el «sector público» es realmente antiproductivo, que en vez de agregarle, sustrae al sector privado de la economía. El sector público vive por el continuo ataque al verdadero criterio que se usa para medir la productividad: las adquisiciones voluntarias de los consumidores, la producción y el intercambio por vías distintas que la absorción de recursos.
Podemos estimar el impacto fiscal del gobierno en el sector privado sustrayendo los gastos gubernamentales del producto nacional. Pues los pagos del gobierno a su propia burocracia apenas son adiciones a la producción; y la absorción, por el gobierno, de recursos económicos, excluye esos recursos de la esfera productiva. Esta estimación es, naturalmente, puramente fiscal. No intenta medir el impacto antiproductivo de diversas regulaciones gubernamentales que mutilan la producción y el intercambio por vías distintas que la absorción de recursos. Tampoco tiene en cuenta numerosas otras falacias de la estadística del producto nacional. Pero, al menos, pone término a mitos comunes tales como la idea de que el producto de la economía estadounidense creció durante la Segunda Guerra Mundial. Si sustraemos el déficit gubernamental, en vez de agregarlo, veremos que la productividad real de la economía declinó, como es razonable esperar que ocurra durante una guerra.
En otro de sus sagaces comentarios, Joseph Schumpeter escribió, refiriéndose a los intelectuales anticapitalistas: «…el capitalismo está procesado ante jueces que tienen la sentencia de muerte en sus bolsillos. Están decididos a dictar esa sentencia, sea cualquiera la defensa que escuchen; el único triunfo que una defensa victoriosa puede posiblemente obtener es un cambio en la acusación» (2). La acusación ha sido ciertamente cambiada. En el decenio de los treinta, escuchábamos que el gobierno debía expandir sus funciones porque el capitalismo había producido la pobreza de las masas. Hoy, bajo la égida de John Kenneth Galbraith, escuchamos que el capitalismo ha pecado porque las masas son demasiado opulentas. En tanto que antes la pobreza agobiaba a «un tercio del país», ahora debemos deplorar la «penuria» del sector público.
¿En qué criterios se basa el Dr. Galbraith para deducir que el sector privado está demasiado hinchado y el sector público demasiado anémico y que, en consecuencia, el gobierno debe ejercer coerción adicional para corregir su propia desnutrición? Ciertamente no se basa en criterios históricos. En 1902, por ejemplo, el producto nacional neto de Estados Unidos era de 22,1 miles de millones de dólares; y los gastos gubernamentales (federales, estatales y locales) totalizaban 1,66 miles de millones, esto es, el 7,1% del producto total. Por otra parte, en 1957, el producto nacional neto era de 402,6 miles de millones de dólares, y los gastos gubernamentales totalizaban 125,5 miles de millones, o sea, el 31,2% del producto total. La depredación fiscal del gobierno en el producto privado se ha multiplicado, por lo tanto, de cuatro a cinco veces en el presente siglo. Difícilmente puede considerarse a esto «penuria» del sector público. No obstante, Galbraith sostiene que el sector público está siendo crecientemente «empobrecido», en relación con su estado en el no opulento siglo diecinueve.
¿Qué criterios, pues, nos ofrece Galbraith para descubrir cuándo llegará finalmente a su nivel óptimo el sector público? La respuesta no es otra cosa que fantasía personal:
Puede preguntarse cuál es el criterio de determinación del equilibrio -en qué punto puede deducirse que ha sido logrado el equilibrio en la satisfacción de las necesidades privadas y públicas-. La respuesta es que no puede aplicarse ningún criterio, porque no existe ninguno… El presente desequilibrio es claro… En vista de ello, la dirección en la cual debemos movernos para corregirlo es manifiestamente sencilla (3).
Para Galbraith, el presente desequilibrio es «claro». ¿Por qué lo es? Porque contempla por todos lados y observa deplorables condiciones dondequiera que opera el gobierno. Las escuelas están atestadas, el tráfico urbano congestionado, las calles desordenadas, los ríos contaminados. Podría haber añadido que el número de delitos crece incesantemente y que los tribunales de justicia están sobrecargados. Todo esto ocurre en zonas sometidas a la propiedad y a la acción gubernamental. La única solución imaginada para corregir esas evidentes deficiencias es insuflar más dinero en las arcas gubernamentales.
Mas, ¿cuál es la razón por la que son solamente las entidades gubernamentales las que claman por más dinero y denuncian a los ciudadanos por su renuencia para suministrarlo? ¿Por qué no encontramos nunca en la esfera de la empresa privada realidades equivalentes a los atascos del tráfico (que ocurren en vías gubernamentales), a las escuelas mal administradas, a la escasez de agua, etc.? La razón es que las empresas privadas adquieren el dinero que les corresponde por medio de dos fuentes: el pago que hacen voluntariamente los consumidores por los servicios prestados, y la inversión que hacen voluntariamente los inversionistas en consideración a la expectativa de la demanda de los consumidores Si aumenta la demanda de un bien que se encuentra en la zona de la empresa privada, los consumidores pagan más por el producto en cuestión y los inversionistas invierten más en su producción, equilibrando así el mercado en el punto adecuado para la satisfacción de las necesidades de todos. Si aumenta, por el contrario, la demanda de un bien que se encuentra en la zona de la propiedad gubernamental (agua, calles, transporte subterráneo, etc.), todo lo que escuchamos son recriminaciones contra el consumidor por derrochar recursos preciosos, combinadas con recriminaciones contra el contribuyente por resistirse a una mayor carga tributaria. La empresa privada tiene por esencial finalidad atender al consumidor y satisfacer sus demandas más urgentes. Las entidades gubernamentales, por el contrario, denuncian al consumidor como un enojoso usuario de sus recursos. Solamente un gobierno, por ejemplo, sería capaz de contemplar con simpatía la prohibición de los automóviles particulares como una «solución» al problema de las calles congestionadas. Los numerosos servicios «libres» prestados por el gobierno crean, por lo demás, un excedente permanente de la demanda sobre la oferta y, por lo tanto, «escasez» permanente del producto. El gobierno, en suma, al adquirir sus ingresos por confiscación coercitiva en vez de adquirirlos por la vía de la inversión y del consumo voluntarios, no es ni puede ser manejado como una empresa. Su burda e inherente ineficiencia, su imposibilidad de suplir adecuadamente el mercado, le convierten en fuente de conflictos en el panorama económico (4).
En otros tiempos, la mala administración inherente a las entidades gubernamentales era generalmente considerada como un argumento poderoso para mantener todo lo que fuera posible lejos de la acción del gobierno. Después de todo, cuando uno ha invertido en un negocio y ha sufrido pérdidas trata de abstenerse de verter más dinero en él. Sin embargo, el Dr. Galbraith quisiera que redoblásemos nuestra determinación de verter el dinero duramente ganado por el contribuyente en la ratonera del «sector público». ¡Y usa como principal argumento las propias deficiencias del método de acción gubernamental!
El profesor Galbraith tiene dos líneas de defensa para su tesis. En primer lugar afirma que, al subir el nivel de vida de los pueblos, los nuevos bienes obtenidos no son tan valiosos para ellos como los primeros. Ello pertenece, sin duda, a las nociones elementales de economía. Pero Galbraith se las arregla para deducir, de ese hecho, que las necesidades privadas de los pueblos no tienen ya valor alguno para ellos. Mas, si esto es verdad, ¿por qué los «servicios» gubernamentales, que se han expandido a un ritmo muy superior, son todavía tan valiosos que requieren un desplazamiento adicional de recursos hacia el sector público? Su argumento final es que las necesidades privadas son artificialmente inducidas por la publicidad de las empresas, las cuales «crean» automáticamente las necesidades que supuestamente sirven. En resumen, de acuerdo con el modo de pensar de Galbraith, si no estuvieren sometidos a esas influencias, los hombres se contentarían con una vida no opulenta, posiblemente a niveles de subsistencia. La publicidad es el villano que viene a echar a perder esa vida idílica primitiva.
Prescindiendo del problema filosófico de cómo «A» puede crear las necesidades y deseos de «B» sin que tengan que ser refrendados por «B», nos enfrentamos a un curioso enfoque de la economía. ¿Es «artificial» todo lo que excede el nivel de subsistencia? ¿De acuerdo con qué criterios? Por lo demás, ¿cómo puede explicarse que una empresa se imponga la tarea y el costo adicional de inducir un cambio en las necesidades de los consumidores, cuando puede obtener beneficios satisfaciendo las necesidades existentes, no «creadas» por ella? La propia «revolución de los mercados» a que está sometida la empresa privada, su creciente y casi frenética concentración en la «investigación de mercados» (market research) demuestra lo contrario al punto de vista de Galbraith. Pues si las empresas creasen, a través de la publicidad, la demanda de los consumidores hacia sus productos, no habría necesidad alguna de investigar el mercado, y no habría temor alguno de quiebra o de fracaso. En realidad, lejos de que el consumidor sea más «esclavo» de las empresas en una sociedad opulenta, la verdad es exactamente lo contrario, pues a medida que el nivel de vida sube por encima del nivel de subsistencia, el consumidor se hace más difícil y especial en sus compras. El empresario tiene que cortejar al consumidor más que antes, y de aquí sus intensos esfuerzos de investigación del mercado para descubrir lo que el consumidor quiere comprar.
Existe, sin embargo, una zona en nuestra sociedad, en la cual las censuras de Galbraith a la publicidad casi pueden considerarse aplicables, pero es una zona que curiosamente, él no menciona nunca. Se trata de la enorme dosis de publicidad y propaganda efectuada por el gobierno. Es esta una publicidad que irradia hacia el ciudadano las cualidades de un producto que, a diferencia de lo que ocurre con la publicidad de las empresas, aquél no tiene jamás la posibilidad de probar. Si la Compañía de Cereales X imprime la fotografía de una atractiva figura femenina que proclama las excelencias del cereal X, el consumidor, aun si es lo suficientemente estúpido para tomarlo en serio, tiene la posibilidad de verificar personalmente esa proposición. Su propio gusto determinará si lo ha de comprar o no. Pero si una entidad gubernamental hace publicidad ante las masas de sus propias cualidades, el ciudadano no tiene medio alguno de aceptar o rechazar esas pretensiones. Si algunas necesidades son artificiales, son aquellas generadas por la propaganda gubernamental. Por lo demás, la publicidad de las empresas es, al menos, pagada por los inversionistas, y su éxito depende de la voluntaria aceptación del producto por los consumidores. La publicidad gubernamental es pagada por medio de impuestos extraídos de los ciudadanos, y por lo tanto, puede proseguir, año tras año, sin control. El infortunado ciudadano es inducido por la publicidad gubernamental para que aplauda los méritos de aquellos que, por procedimientos coercitivos, le obligan a costear esa propaganda. Esto es verdaderamente agregar el insulto al daño patrimonial.
Si el profesor Galbraith y sus seguidores son pobres mentores para comprender el sector público, ¿cuál es la orientación que se deriva de nuestro análisis? La contestación es la que formuló hace tiempo Jefferson: «that government is best which governs least». (5) Cualquier reducción en el sector público, cualquier desplazamiento de actividades de la esfera pública a la privada constituye un beneficio moral y económico neto.
Gran número de economistas tienen dos argumentos básicos en favor del sector público que sólo podemos considerar muy brevemente aquí. Uno es el problema de los «beneficios externos». A y B se benefician, se afirma, si pueden obligar a C a efectuar algo. Mucho puede alegarse en crítica de esta doctrina. Baste decir aquí que cualquier argumento que proclame el derecho y la bondad que tienen, digamos, tres vecinos, que anhelan formar un cuarteto de cuerdas, para obligar a un cuarto vecino a punta de bayoneta a aprender a tocar la viola, apenas merece un comentario serio. El segundo argumento es más sustancial. Despojado de la jerga técnica, sostiene que algunos servicios esenciales no pueden ser suministrados por la esfera privada y que, por lo tanto, es necesario que sean suministrados por el gobierno. Sin embargo, todos los servicios suministrados por el gobierno han sido, en algún tiempo, atendidos con éxito por la empresa privada. La débil afirmación de que los particulares no pueden suministrar esos bienes no ha sido apoyada, en las obras de esos economistas, por ninguna clase de prueba. ¿Por qué razón, por ejemplo, los economistas, tan propensos a soluciones pragmáticas o utilitarias, no reclaman «experimentos» sociales en esta dirección? ¿Por qué deben hacerse siempre los experimentos políticos en la dirección que favorece más actividad gubernamental? ¿Por qué no dejar al mercado libre los servicios de una entidad municipal, o incluso de una o dos entidades estatales, y ver lo que es capaz de realizar?