Publicado: Guatemala, 26 de mayo del 2024
¿Puede una reforma bien intencionada fracasar por ignorar la cultura? Luis Figueroa explica cómo las tradiciones contienen un conocimiento profundo que las políticas públicas no pueden darse el lujo de subestimar.
Paseando iba yo por la calle principal de Chajul, cuando me llamó la atención una señora muy elegante que lucía un chachal galán y la pieza principal de aquel collar era un peso de plata con la efigie de Rafael Carrera. No pude evitar ver con atención la moneda y, al notarlo, la señora me dijo: «Él sí fue buen presidente».
Entonces me di cuenta de lo poco que sabía de «Racacarraca», apodo que le dieron los liberales constructivistas. ¿Por qué ese apodo? Porque se decía que no sabía escribir y que firmaba de esa forma. Pero eso no es cierto.
Como la vida da giros fascinantes, el año pasado mi amiga, Rachel, me regaló Piety, Power and Politics, libro de Douglas Sullivan-Gonzalez. De mis clases de historia más tempranas, recuerdo que uno estudiaba que Mariano Gálvez había fracasado en su gobierno porque había prohibido los enterramientos en las iglesias, había impuesto el Código de Livingston y había sido acusado de envenenar las aguas con Vibrio cholerae. Creo que la historia ha sido injusta con Gálvez y que debería ser mejor valorado.
Algo que no sabía es que Carrera enfrentó revueltas indígenas por sacar los cementerios de las poblaciones y la prohibición de los enterramientos en las iglesias. Yo pensaba que este último asunto se refería a enterramientos eventuales, como los que uno ve en iglesias notables en la ciudad de Guatemala. Pero no… esos enterramientos eran generalizados, se hacían bajo el suelo de las iglesias y en los patios en circunstancias higiénicas deplorables.
S-G cita a J. L. Stephens, a quien se le heló la sangre durante la sepultura de un niño, debido a que, para que el piso de la iglesia no se hundiera, el enterrador aplastó el cuerpo de forma brutal. En muchos casos, los enterramientos se hacían de forma tan hacinada que emanaban fetidez y ponían en riesgo la salud.
Tanto los liberales constructivistas como los conservadores en tiempos de Carrera enfrentaron revueltas por la prohibición de aquellos enterramientos y por el traslado de los cementerios a las afueras de las poblaciones, ya que a los indígenas les gustaba tener a sus muertos cerca. Esto no sorprende, porque S-G cita a L. Schele y a D. Freidel para explicar que los mayas clásicos enterraban a sus muertos bajo piedras de sus patios, de modo que sus ancestros pudieran estar cerca de los vivos.
Esto no es raro en la humanidad. S-G cuenta que en Francia, entre los siglos XVII y XVIII, los muertos eran enterrados en iglesias y en cementerios bien integrados a las poblaciones, de modo que los muertos continuaran siendo parte de la comunidad. Allá también hubo revueltas, al grito de «¡Muerte al cementerio!», contra las disposiciones revolucionarias que prohibían aquellas prácticas.
¿Por qué te cuento esto? Porque la semana pasada, Ricardo Sondermann ofreció una conferencia sobre W. Churchill en la Universidad Francisco Marroquín y recordó que el Bulldog Británico recomendaba estudiar historia. Esa era mi materia favorita en el colegio y en la universidad; y su estudio, sobre todo cuando uno ve detalles —como las revueltas citadas, que siempre creí que se daban solo en tiempos de los liberales constructivistas, pero que también tuvieron que enfrentar los conservadores—, siempre es fascinante.
Dice S-G que, aunque el triunfo de Carrera benefició algunos intereses de la Iglesia, muchos curas se vieron perjudicados. Por siglos, los clérigos habían lucrado con la religión popular y habían favorecido los enterramientos en las iglesias (a cambio de pagos); pero para 1830 y 1850, el conocimiento científico advertía del peligro sanitario, lo cual no evitaba los enterramientos clandestinos.
¿Qué podemos aprender? Que las reformas que ignoran las normas culturales profundamente arraigadas tienden a fracasar, porque subestiman el conocimiento implícito en las tradiciones. Las intervenciones estatales que buscan imponer soluciones universales, sin considerar el conocimiento local y las tradiciones, suelen generar consecuencias no intencionadas, como revueltas o prácticas clandestinas. La historia, con sus detalles y matices, nos enseña que el cambio debe dialogar con la cultura, no imponerse sobre ella.