Publicado: Guatemala, 8 de abril del 2025
¿Y los que no marchan? Carroll Ríos de Rodríguez explica cómo el corporativismo en América Latina ha dejado sin voz al ciudadano común.
En tiempos recientes vimos protestar a diferentes “sectores” sociales, entre ellos los sindicatos salubristas, los motoristas, la gremial de transporte de carga y hasta unos vendedores informales organizados. Tales manifestaciones nos recuerdan que América Latina sigue cargando con un tipo de organización estatal que muchos pensaban superado: el corporativismo. Este modelo, heredado de España y Portugal, se basa en una idea simple pero poderosa: ciertos grupos de interés —como sindicatos, cámaras empresariales o cooperativas— no solo influyen en el Estado, sino que forman parte de él. Participan en la toma de decisiones y negocian directamente con el gobierno como actores privilegiados.
En teoría, el corporativismo crea participación política y permite un equilibrio entre sectores. En la práctica, ha servido para crear una red de favores, prebendas y privilegios que se perpetúa en el tiempo. Como señaló el politólogo David Collier cuando trazó la evolución del término corporativismo, desde los años 70 los académicos empezaron a notar cómo en América Latina el poder se organiza de forma jerárquica y monopolizada. El Estado funge como árbitro supremo de las relaciones sociales y económicas.
El corporativismo ha evolucionado. Ya no son solo los viejos terratenientes o caudillos quienes dominan la escena. Hoy han sido reemplazados por nuevos actores: profesionales educados, sindicatos, partidos de masas, medios de comunicación, grupos de presión ambientalistas y otras asociaciones cívicas. Estos grupos han encontrado en el Estado una plataforma para negociar y ejercer poder, manteniendo vivas las viejas dinámicas del mercantilismo, donde las relaciones y el acceso al poder valen más que la competencia libre en el mercado, o la innovación.
El economista argentino Jorge Bustamante hace una cruda reflexión respecto de la situación en su país: “Toda la sociedad argentina está parcelada en territorios grandes o pequeños de privilegio. Dicho de otro modo: toda la sociedad está comprometida con el statu quo y todas las actividades deberían modificarse para que el progreso sea posible”. En 1988, Bustamante publicó La República Corporativista, un libro que se convirtió en un clásico. En 2023, decidió reeditarlo. Solo hizo un cambio: el subtítulo, que ahora dice “Nada cambió”. Según Bustamante, el gobierno actúa como “el arquitecto y árbitro final de todas las relaciones económicas”, aprobando normas específicas y asignando recursos según la presión de los distintos sectores. Esta forma de gobernar, advierte, genera distorsiones en la economía, fomenta la ineficiencia y lleva a la ingobernabilidad y a la parálisis estatal.
Este diagnóstico no aplica solo a Argentina. En gran parte de América Latina, el corporativismo sigue vivo, adaptado a nuevas formas pero con el mismo resultado: una sociedad fragmentada, donde avanzar implica desafiar los intereses de quienes, desde hace mucho, se han acostumbrado a tener un lugar asegurado en la mesa del poder.
El antídoto es reemplazar los modelos mentales grupales con un modelo centrado en la persona, dotada de derechos inalienables. Cada ciudadano vale, así encaje o no en uno de los sectores, gremios o grupos de presión. Vale, aunque no se movilice ni llame la atención del gobernante con palos y machetes. En un modelo centrado en el individuo, no atropellamos los derechos unos de otros ni usamos el gobierno para intimidar, expoliar o marginar al otro. No llevamos todas nuestras preocupaciones a los pies de los gobernantes como si fuéramos víctimas indefensas, sino buscamos soluciones mediante la asociación voluntaria y la ayuda mutua privada.