Publicado: Guatemala, 11 de diciembre del 2024
¿A quién pertenecen las divisas? En su artículo de 1985, Manuel F. Ayau explica cómo el control de cambios no es más que una expropiación del fruto del trabajo.
Una persona vende un quintal de café. Si le pagan en quetzales a nadie se le ocurriría pensar que esos quetzales no son patrimonio exclusivo de quien era el legítimo propietario del café. Sin embargo, si le pagan en dólares, ya dicen algunos que esos dólares «ni son sólo del Estado, ni son sólo del inversionista, ni son sólo del trabajador. En su generación participan todos, unos mediante las facilidades de la infraestructura, otros aportando ingenio y capital y otros ofreciendo su trabajo». (La Hora, lunes 15 de abril).
Conviene analizar ese concepto tan generalizado ya que sus consecuencias son muy graves para el país, porque en última instancia es en ese criterio que se basa el mal llamado «control» de cambios, el cual ha sido la principal causa del empobrecimiento del país a niveles de hace más de una década. Hay que agregar las consecuencias del empobrecimiento mismo, como es la violencia resultante. Es, pues, sumamente grave.
Comencemos por el principio. Una persona, como dueña de sí misma, es dueña del producto de su trabajo. Es así como uno puede contratar el fruto de su trabajo con otros quienes también son libres de abstenerse de establecer tal contrato. Ambos lo harán si lo consideran su mejor opción. Las circunstancias en que cada uno se encuentra son el producto de muchos factores históricos sobre los cuales en el 99% de los casos los contratantes no tienen responsabilidad alguna. El hecho es que, si cualquiera de las dos partes encontrase alguien que les ofrezca una relación contractual más ventajosa, optaría por ella. Es decir, la relación por la cual se optó es, en la manera de percibir de las partes, la mejor opción disponible.
Puesto de otra manera, todas las opciones descartadas son consideradas menos deseables que la opción aceptada. No sobra aseverar lo obvio de que todo aquel que ofrece alguna opción, ofrece más que todos los que no ofrecen alguna. Y no sobra decirlo porque quienes más condenan a quienes alguna opción ofrecen, no ofrecen ninguna, y mucho menos, una mejor. Resulta así que «los malos» son quienes alguna opción ofrecen, y «los buenos» los que critican, pero no ofrecen mejores opciones. La persona que no es libre de disponer de su trabajo pacíficamente, como ella quiera, con el único límite exigido por el igual derecho (no la conveniencia) ajeno es, hablando con propiedad, un esclavo.
La propiedad del producto del trabajo no depende del tipo de producto. Sería absurdo decir que si empleas tu tiempo, recursos, etcétera, en producir perfumes, el perfume es tuyo y puedes hacer con él lo que deseas porque es superfluo. Pero si empleas tu tiempo y recursos en producir algo importante y necesario, entonces ese producto ya es de todos… es decir, de nadie… de quien tenga el poder de disponer de ello… del burócrata que por el momento detenta el poder. Claro, habrá que establecer criterios de esencialidades, prioridades, postergabilidades, etc., y sin duda, tendremos el problema de asignarle prioridad al pan. ¿Es el pan más importante que un periódico?
¿Son los medios de distribución de noticias importantes?
¿Es el grado de importancia del producto lo que debe determinar si está sujeto a ser socializado o no?
Resulta totalmente arbitrario y reñido con los más elementales derechos individuales, que el derecho de propiedad sea determinado por la naturaleza del fruto del trabajo aún cuando éste es pacífico y respetuoso del derecho ajeno, amén de las dificultades prácticas que ello conlleva.
Estos problemas presentan dificultad a quienes, preocupados por el bienestar general, juzgan los actos productivos de los demás según su particular criterio de la conveniencia ajena.
Quizá olvidan que ellos mismos repudiaron un sistema en el cual la conveniencia de sus propios actos estuviesen sujetos a criterios de otros, en vez de a la regla de oro: iguales derechos a todos.
Una regla del derecho es que la norma debe ser abstracta y general, y por tanto cuando establece que las personas tienen el derecho al fruto de su trabajo, ingenio o a lo que obtengan en pacífico intercambio, no entra a considerar de qué bienes se trata, salvo que afecte derechos iguales de terceros. De lo contrario, ya no se vive bajo un régimen de derecho, sino de privilegio.
Cuando la producción se lleva a cabo con la participación de «todos, unos mediante las facilidades de infraestructura, otros aportando ingenio y capital y otros ofreciendo su trabajo», es fácil perder de vista lo esencial del fenómeno.
Una persona puede dedicarse a muchas cosas, pero tiene que optar por una. Nadie tiene que dedicarse a algo que no quiere. Nadie está obligado por el destino a ser caficultor o a «generar» divisas produciendo algo que se vende en dólares. No es «el país» ni «la sociedad» la que produce. Ello es un decir. Es fulano o mengano el que produce la cosa… claro, con «la colaboración de todos».
Pero «la colaboración de todos» la tienen todos. No es brindada con exclusividad al productor de algo que se vende en dólares. También es brindada al productor de pan, de periódicos o de perfumes. De eso se trata la civilización. Ello es la esencia de la división de trabajo.
La civilización está basada en la mutua dependencia. El panadero obtiene pantalones haciendo pan y no poniéndose a hacer pantalones. El sastre obtiene pan haciendo pantalones. Es claro, pues, que el beneficio del intercambio que cada parte obtiene, ocurre precisamente porque la otra también se beneficia.
El sastre también cuenta con la participación del gobierno, de otros trabajadores, etc. Cuenta con la colaboración de millones de personas, desde el asegurador que vendió la póliza a quien acarreó el material para hacer la fábrica de tintes que compra el hilandero para complementarIo a la lana que alguien produjo para hacer el suéter del policía de la esquina de la sastrería III Ad infinitum.
Cuando el sastre o caficultor aprovecha la carretera que hizo el gobierno, está obteniendo la colaboración de los que pagaron impuestos para hacer la infraestructura. Pero él también contribuyó para que otros la puedan usar. Es, por tanto, cuenta saldada. La finalidad del pago de sus impuestos es poder explotar la infraestructura.
Esos impuestos, al igual que las planillas que pagó por la colaboración de los trabajadores, así como lo que pagó el caficultor por la colaboración de quien le brindó fertilizantes o combustibles, etc., los tiene que recobrar de quien se tomará la tasa de café.
Quien se toma la taza de café tendrá que reponer todos los gastos involucrados en que esa taza le llegue. Los tendrá que reponer a quien adelantó el dinero para remunerar a todos sin excepción, sin excluir al gobierno quienes aportaron su colaboración al proceso.
La diferencia entre todo lo gastado y lo que recobra el productor es la utilidad o la pérdida. Si el productor no recobra todos sus gastos, tendrá que aportar la diferencia a sacrificio de su patrimonio, mientras no lo pierda todo. Si todo lo pierde, ya no tendrá cómo remunerar a quienes hubiesen aportado su trabajo o recursos.
Lo esencial del proceso es que la colaboración contractual con otros y la del gobierno, son obligaciones previamente saldadas (cuando no entra el crédito) y el remanente es lo que le queda al productor.
Cuando el producto es «divisas» aparentemente surgen complicaciones conceptuales.
Divisas, recordemos, no es más que el nombre genérico de moneda extranjera. La moneda extranjera, al igual que la nacional, es moneda, solamente porque con ella se puede adquirir algún bien. Lo que interesa es lo que se puede adquirir con la moneda (extranjera o nacional), y según lo que con la moneda se puede adquirir, así será su valor por la sencilla razón de que solamente para comprar sirve. Es así que alguien ha dicho que el dinero se desea sólo para salir de él. La moneda es un título de propiedad sobre determinada cantidad de poder adquisitivo. Ese es un derecho que pertenece al portador. Es un derecho obtenido (comprado) con el fruto del trabajo o ingenio.
Indistintamente a los límites que puede tener el derecho de propiedad, es necesario contestar la pregunta: Si no es la legitimidad del proceso de adquisición lo que determina la legitimidad del derecho de propiedad, ¿qué es lo que lo determina?
Si una persona compra en el banco cien dólares ¿de quién son los dólares? ¿Por qué si los compra dando quetzales en pago si son legítimamente de él, y si da café en pago no son legítimamente de él?
La determinación de si se destinan los limitados (finitos) recursos de alguien a la siembra de algodón o a construir más vivienda o a fabricar perfume o revistas, dependerá de la comparación de rentabilidad entre las opciones disponibles. Claro, no se puede estar reasignando la actividad con frecuencia y a corto plazo sin incurrir en altísimos costos, pero a mediano y largo plazo, todos se van adaptando, a base de reasignación de metas, medios y recursos.
Lo que interesa es el producto final: el saldo, en la moneda que se utiliza para volver a producir y consumir. Lo que importa es cuántos quetzales rinde una manzana ya sea produciendo maíz para venta local o produciendo divisas, las cuales también son para venta local porque las divisas no se pueden vender en su país de origen. Es en esa comparación de rendimiento que es determinante el precio de la divisa, pues no importa si para producirla se produjo y exportó carne, algodón o maicillo. Se sembrará lo que al final de los intercambios maximiza, en moneda local, el patrimonio del productor, chico o grande.
El caos del «control» de cambios resulta ser, al final, una expropiación del fruto del trabajo que no está justificada ni desde el punto económico, pues su efecto es disminuir la oferta de divisas, ni tampoco se puede justificar desde el punto de vista ético, que al fin de cuentas es el más importante.