Publicado: Guatemala, 23 de abril del 2025
¿Buenas intenciones, malas políticas? Manuel F. Ayau cómo el afán por redistribuir y planificar termina socavando la libertad, la inversión y la prosperidad.
Erase una vez un país muy rico cuyo Presidente pronunciaba elocuentes discursos sobre la felicidad que lograrían los hombres de todos los pueblos si los comerciantes de todos los países pudiesen comerciar libremente y sin impedimentos. Sin embargo, en el país del Presidente había unas gentes llamadas electores que cultivaban algodón. Algunos de esos electores eran hombres ricos que tenían grandes haciendas en las extensas zonas de occidente. Pero muchos otros sólo extraían trabajosamente una paca o dos por año de las ásperas arcillas rojas de las zonas del sur. Y éstos no podían casi ganar dinero. Con el propósito de ayudarlos, el gobierno prometió hacer pagar a sus ciudadanos treinta y cinco centavos por cada libra de algodón, que era un precio muy superior al que tenía el algodón en las demás partes del mundo.
En lugar de decir muchas gracias, los cultivadores se quejaron de nuevo. ¿Cómo hemos de vender nuestro algodón a los extranjeros -decían- con un precio tan elevado?. Entonces el gobierno les dijo: No temáis. Vended vuestro algodón a esos extranjeros al precio que ellos os quieran pagar y nosotros os daremos otros ocho centavos y medio por cada libra que vendáis.
Pues bien, apenas se habían apaciguado los cultivadores de algodón cuando los fabricantes de paños, hilados y trajes de algodón empezaron a lamentarse. Todos esos extranjeros, decían, están comprando el algodón barato de nuestro país, fabricando con él mercancías baratas e invadiendo con ellas nuestros mercados. (Los fabricantes de paños tuvieron buen cuidado de no mencionar al Presidente que su país ganaba mucho más dinero vendiendo algodón y paños a los extranjeros que lo que gastaba en los paños que les compraba).
Ante esa observación el Presidente se rascó la cabeza, recordando quizá que los fabricantes de paños de algodón también eran electores. Así, ordenó a los sabios de la comisión de Aranceles que estudiasen la conveniencia de poner un impuesto de ocho centavos y medio sobre cada libra de algodón contenida en los paños que los comerciantes extranjeros vendían en el país del Presidente. Los sabios de la Comisión de Aranceles sabían que ese impuesto no satisfaría a los fabricantes de paños de su país, ya que lo que verdaderamente deseaban era que el Presidente dijera claramente a los comerciantes extranjeros que solo podían vender una pequeña parte de paño a sus ciudadanos. Los sabios sabían también que ese impuesto disgustaría en todas partes del mundo a muchos amigos de su país y les induciría incluso quizá a dejar de comprar algodón en el país del Presidente. Pero el Presidente había hablado y los sabios prometieron examinar la idea.
Los niños que oían este cuento se rieron. Sabían que nadie, ni siquiera en un cuento de hadas, cometería el disparate de establecer un impuesto para evitar los efectos de un subsidio que a su vez tenía por objeto evitar las efectos de un precio oficial. Pero el papá no se rió, porque sabía que el cuento que estaba relatando había ocurrido de verdad en Washington la semana pasada.
Ya envueltos en sus cobijas, los pequeños nietecitos importunaban al abuelo: Abuelito, cuéntanos un cuento, y el abuelo sentado en su butaca comenzó: Erase una vez una comarca que tenía un Consejo de Jerarcas que le gobernaban pero que, por un raro encantamiento, tenían una disposición muy singular: se enamoraban de las palabras y de las frases, y las tenían de toda suerte y condición: crear fuentes de trabajo, industrializar al país, redistribuir la riqueza, reformar el agro, planificación estatal -y aquí los nietecitos interrumpieron para preguntar: ¿Abuelo, qué significa planificación estatal? Queridos hijitos, planificar significa resolver qué es lo que los demás quieren -y los nietecitos rieron incrédulos y embelesados.
Pero sigue el cuento: Sucedía además que estos señores Jerarcas eran muy bien intencionados y amaban a su pueblo con intensa pasión. Así las cosas, llamaron a los que tenían dinero y les dijeron: A nosotros nos parece bello redistribuir la riqueza y por eso las fincas que ustedes tienen tendrán que entregarlas para ser repartidas, se las pagaremos dentro de 20 años con el dinero que ustedes contribuirían para los impuestos. Pero como también es lindo crear fuentes de trabajo e industrializar al país, les pedimos que inviertan dinero en nuevas fincas y otras empresas.
Los adinerados se retiraron, y aunque no entendían bien lo que se les había explicado, pensaron que más vale un quien quita que un quien lo hubiera sabido, y sacaron su dinero de los bancos y lo guardaron debajo de los colchones, otros lo enviaron a la comarca vecina.
Los sabios Jerarcas entonces llamaron a los extranjeros y les dijeron Nosotros somos anti-imperialistas, y no nos gustan los extranjeros, pero quisiéramos que ustedes establecieran aquí sus empresas, porque los criollos no lo hacen, y tenernos que crear nuevas fuentes de trabajo, luego cuando ustedes las tengan establecidas, resolveremos si se les aumentan los impuestos, o si se les obliga a mantener más personal que el que necesiten con una ley de estabilidad, o si más bien les expropiaremos. Pero los extranjeros se fueron callados, pensativos y masticando chicle.
Entonces uno de los sabios, brincó: ¡Eureka! ¡Fiat! ¡Se me prendió el bombillo! Como los que han sabido hacer dinero no han cooperado, pidámosle dinero al pueblo, con más impuestos, y vamos a prestárselo a los que no han sabido hacerlo, para que ellos industrialicen al país; así de una vez redistribuimos la riqueza y planificamos, porque no le prestaremos nada al que no quiera hacer lo que nosotros en nuestra sabiduría profunda sabemos que debe querer el pueblo. Este plan tiene además la ventaja de que como los bancos sólo prestan a las que tienen crédito y saben que van a pagar, nosotros podemos hacer los préstamos accesibles a las demás. También podemos, para que el pueblo compre barato y goce de transporte a bajo costo, crear nuestras propias empresas de mercados y autobuses que operen al costo, y las pérdidas de operaciones las subsidiamos con dinero que nos pagará el pueblo en nuevos impuestas.
Pasaron los años, y el Consejo de Jerarcas se vio en la necesidad de regular los precios para que no subieran; de establecer un control de cambios, para que el dinero no se fuera; de hacer una ley de estabilidad, para que los que tenían empleo no lo perdieran; de crear más impuestos para hacer un seguro de desempleo, y evitar que los millones de desempleados se murieran de hambre; y así en su infinita sabiduría y en su profundo amor por el pueblo tenían siempre una solución para la problemática nacional que iba surgiendo, y todos ellos vivieron felices para siempre jamás; y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
El abuelo entonces se levantó y besó a las nietos en la frente y los bendijo, porque este cuento no tenía moraleja.