¿Por qué no tienen más hijos?

Carroll Ríos de Rodríguez / Catedrática y directora del CEES / crios@cees.org.gt

Publicado: Prensa Libre/ 28 de octubre del 2025

¿Estamos dejando de ser un país joven? Carroll Ríos de Rodríguez explica cómo Guatemala enfrenta una rápida caída en su tasa de fertilidad y por qué la decisión de tener hijos depende más de factores culturales y morales que económicos.

Hace 18 años, la economista argentino-estadounidense María Sophia Aguirre elaboró el estudio Determinantes del crecimiento económico, población y familia: el caso de Guatemala, publicado por la Asociación Familia, Desarrollo y Población (Fadep). La investigadora concluyó que el crecimiento poblacional no tendría un impacto negativo en el crecimiento económico. Afirmó que nuestra joven población constituía nuestra mayor riqueza, y que el desarrollo dependería de la liberalización de la economía, la inversión, la tecnología y las mejoras en la calidad y cobertura educativa.

También nos advirtió sobre los cambiantes patrones de fertilidad en Guatemala. Nos costó creerle, pues insistentemente se afirma que Guatemala es un país de jóvenes y que los guatemaltecos tenemos muchos (¿demasiados?) hijos. Sin embargo, en poco tiempo hemos visto caer la tasa de fertilidad del país, de 4.58 hijos por mujer en el año 2000 a 2.26 en 2025 (Worldometer).

Cabe preguntarse: ¿por qué las mujeres guatemaltecas, al igual que las de otras nacionalidades, optan por tener menos hijos? Un factor importante es la reducción de la tasa de mortalidad infantil: las parejas conciben menos niños cuando saben que estos sobrevivirán y vivirán sanamente durante más años. Otras causas asociadas con la disminución del número de hijos por mujer son: 1) las mejoras en el nivel de vida, 2) los patrones de urbanización, 3) los avances tecnológicos acelerados, 4) el nivel educativo de la mujer, 5) su incorporación a la fuerza laboral, y 6) la decisión de contraer matrimonio a edades cada vez mayores.

Por otra parte, algunas ideas que prevalecieron en los años 60 y 70 promovieron actitudes antinatalistas, a las cuales san Juan Pablo II acertadamente denominó “la cultura de la muerte”. La revolución sexual cambió radicalmente los patrones de conducta, especialmente tras la introducción de métodos anticonceptivos modernos. La cultura contemporánea es más tolerante hacia las relaciones extramaritales, las infidelidades, el divorcio y la viudez. La tasa de divorcios aumentó significativamente durante el siglo XX; en países como España, Rusia y Ucrania, por ejemplo, más del 60% de los matrimonios terminan en divorcio.

Durante años fuimos exhortados a tener no más de dos hijos por temor a la sobrepoblación y en nombre de la protección del medio ambiente. La bomba P (1968) fue un best seller del entomólogo neomaltusiano Paul Ehrlich, quien pronosticaba hambrunas que arrasarían con la humanidad antes de la década de 1980. La humanidad desbordada —advertían— agotaría los recursos naturales. Entre los ambientalistas radicales surgió incluso un movimiento cuyos miembros juraban no reproducirse, para lograr la extinción de la raza humana y liberar a la Tierra de su peor enemigo.

Dado que la decisión de tener o no tener bebés obedece más a motivos culturales, psicológicos y religiosos que a razones económicas, resulta difícil revertir la tendencia mundial hacia tasas de fertilidad inferiores a la tasa de reemplazo poblacional (2.1 hijos por mujer). ¿Cómo se cambia una cultura? Algunos gobiernos ofrecen préstamos y subsidios a familias numerosas, licencias de maternidad prolongadas, becas escolares y otros incentivos. El gobierno de Hungría, por ejemplo, adoptó el eslogan “Cada niño es un tesoro” y declaró que la familia es el fundamento de la nación. El efecto de tales políticas sobre el tamaño de las familias está por verse.

A nivel privado, ¿no deberíamos acaso producir best sellers, películas como Demographic Winter y promover movimientos profamilia capaces de contrarrestar el daño causado por los neomaltusianos?