Publicado: Guatemala, 25 de agosto del 2025
¿Víctima o ejemplo? Franco Farías explica cómo quienes se han superado con esfuerzo e ingenio no deberían avergonzarse del sistema que lo hizo posible, sino celebrarlo.
He advertido un fenómeno tan curioso como insólito: pareciera ser más común de lo que uno cree el caso de personas «hechas a sí mismas»; es decir, que han conseguido mejorar y crecer por cuenta propia, sin apellidos ni privilegios, que, sin embargo, detestan el sistema que las vio e hizo crecer.
Esta contradicción se hace presente en pequeños emprendedores y dueños de pymes, profesionales universitarios que pagaron sus estudios o, en general, personas que han mejorado su condición material de una manera no tradicional.
Sin embargo, estas personas capaces y exitosas no se ven —en muchas ocasiones— como beneficiarias del capitalismo, sino como «sobrevivientes» del mismo. Es como si tuvieran una disonancia entre el hecho de que lograron mejorar sus condiciones materiales con herramientas capitalistas —trabajo, ahorro, inversión— y su opinión sobre las consecuencias de esas herramientas (acumulación de capital y riqueza).
A pesar de que estas personas son conscientes de que usaron medios capitalistas para mejorar su nivel de vida, cuando se les pregunta el porqué de su desdén hacia los procesos que las llevaron a estar donde están, sus respuestas suelen comenzar con frases como: «no me quedó de otra», «me vi orillado», «era eso o pasar hambre», entre otras similares. Cabe resaltar que entregan estas respuestas casi con vergüenza, como si hubieran hecho algo malo, de manera autocomplaciente.
Ese es el problema: es un problema cultural y de percepción errada de la sociedad.
Estas personas se ven a sí mismas como «víctimas» del capitalismo y son autocomplacientes porque creen que existe una relación entre su condición de origen y cómo la sociedad debería tratarlas. Me explico. El razonamiento va de la siguiente manera: he nacido en una condición desfavorable —pobreza, discapacidad, etc.—; esto es injusto. A su vez, hay personas que han nacido o viven en condiciones más favorables que las mías. Por tanto, estas personas o «la sociedad» deben ayudarme o darme un trato especial para que yo pueda llegar a donde están ellas. Si no lo hacen, son malas e injustas.
Cuando la sociedad no pone en una situación de privilegio a esta persona desfavorecida, «no le queda de otra» que mejorar su condición por cuenta propia. Es por eso que emprende, emplea e invierte con recelo, como haciendo algo que, en realidad, no debería estar haciendo, y lo hace porque la sociedad le ha fallado.
El número de casos como este es tan significativo que he visto de provecho escribir sobre ellos, no para criticarlos por sus pretensiones de deuda social, sino para enfocar esta historia desde otra perspectiva.
Sobre la condición en la que se nace, no hay ni justicia ni injusticia, pues es prerrequisito necesario para catalogar algo como justo o injusto que haya sido causado por un agente libre y racional (podría darse la excepción del niño abandonado por sus padres en un orfanato, pero, aun así, la injusticia sería de los padres hacia el hijo, y no de la sociedad hacia este). Además, dado que no depende de quien va a nacer el hecho de decidir hacerlo o no, tampoco dependen de él las condiciones en que nace.
Luego, si entendemos que este razonamiento es correcto para nosotros, también debe serlo para el resto del género humano. Por lo que, de la misma manera que no son ni justas ni injustas las condiciones en las que yo nazco, las otras personas tampoco son culpables de las condiciones en que nacen. Así pues, no es injusto que alguien nazca en condiciones más favorables, ni justo o injusto que otro lo haga en condiciones más adversas.
Si se logra entender esto, se desprende del mismo razonamiento que nacer en una posición desafortunada no hace que la sociedad te deba algo; del mismo modo que nacer en una posición afortunada no te hace deberle nada a la sociedad.
Cuando se entiende esto, la historia de la persona que «se vio obligada» a hacerse a sí misma se ve desde una perspectiva sumamente diferente: esta persona, que aun naciendo en una posición adversa —y sin duda no preferible— ha conseguido, por medio de su incansable esfuerzo y su indomable ingenio, mejorarse a sí misma y a sus condiciones materiales; ha luchado por tener condiciones más favorables en su vida, aun cuando esa lucha parecía perdida; y, a pesar de todo, ha salido victoriosa. Esta persona no es víctima de una sociedad que la dejó de lado, sino un gallardo ejemplo para cualquiera que busque superarse; ha sabido usar sabiamente las herramientas del trabajo, el ahorro y la inversión para salir de un escenario complicado del que hoy ya no forma parte. No debería sentirse avergonzada ni hastiada del arduo camino que la sacó de la pobreza: debería sentirse orgullosa y realizada.
Ese es el empoderamiento capitalista, pues es el único sistema que ofrece las circunstancias e instituciones necesarias para que el fenómeno del hombre «hecho a sí mismo» pueda darse.
He visto que basta con plantear estas dos premisas: nadie elige dónde ni cómo nacer, y uno debería sentirse engrandecido por salir de la pobreza mediante el trabajo y el ingenio. Estas ideas son suficientes para transformar a un socialista resentido con la sociedad y la vida en un capitalista orgulloso y radiante.
Por ello, insto, a todos los lectores a utilizar esta estrategia cuando se encuentren con este tipo de personas: capitalistas acomplejados.
Es por eso que, cuando se le preguntó a un conocido experto gallego en ciencia política cómo salir de la pobreza, exclamó:
«¡Capitalismo, ahorro y trabajo duro! ¡No hay otra cosa!».